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Las vidas ajenas son interesantes cuando están entramadas...



por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias
Martes 13 de marzo de 2012

Se ha escrito tanto acerca de la vida de Neruda
que uno se topa con ella a cada rato.

Los episodios de esa biografía
pululan como almas en pena
alrededor de nosotros, acechándonos;
son una legión invisible pero omnipresente,
diminutos gremlins y velocirráptores
de ectoplasma verbal, cuya inminencia 
de aparición oral o escrita siempre 
es máxima bajo cualquier circunstancia, 
como un acervo de refranes que cubriera 
el espectro entero de los propósitos.

En la universidad, recuerdo,
la parábola del hijo de ferroviario
que llega a ganar el premio Nobel
era número puesto 
en las asambleas estudiantiles,
pues se establecía una relación causal
entre la función de la educación pública
y la apoteosis planetaria de alguien que,
sin la Universidad de Chile,
tal vez habría terminado paleando escoria
o engrasando locomotoras en maestranzas.

La historia es bonita y ejemplar,
para qué negarlo, pero escuchada
una y otra vez daba ganas
de agarrarla a tomatazos
y refutarla de frente y de perfil
hasta hacerla añicos.

Neruda no habría sido el que fue
sin su paso por el Pedagógico,
eso es evidente, pero relacionar eso
con el Nobel, además de ser absurdo,
soslaya ingenuamente el monstruo
tentacular de los poderes y sus vínculos 
con la "carrera literaria", que 
en realidad no es una carrera, sino una 
triatlón brutal de alpinismo burocrático, 
cachacascán brutal y halterofilia del ego.

En fin: han pasado casi dos décadas
y la historia sigue ahí, inmutable,
en las bocas de los estudiantes.

El año pasado la escuché
unas cuatrocientas veces.

Y no hay razones para suponer
que esa parte del repertorio
se renueve este año,
ni el próximo, ni nunca,
a menos que se acabe Chile
y nos vayamos a vivir
a Trafalmadore o algún otro planeta
en que las historias pasadas y presentes
ocurran todas en un mismo grado del tiempo,
liberándonos de la mistificación 
que permiten los baches de la memoria.

Las vidas ajenas son interesantes
cuando están entramadas, es decir,
cuando parecen, justamente, vidas.

En el caso de Neruda
la trama suele estar ausente,
a favor de una antología
de momentos estelares.

Ahí tenemos 
la colección de anécdotas
que recitan los guías turísticos
en Isla Negra.

Que las copas de colores,
que el caballo de talabartería,
que el escritorio flotante.

Son escenas escogidas
con las pinzas del efectismo.

Supongo que eso es lo que buscan
los turistas: algo que los sorprenda.

Sin embargo, de tanto darle cuerda
a la maquinita del anecdotario,
incluso la gente culta
suele retratar el mundo nerudiano
como un aleph de conchas,
testorerona y cachivaches.

Al igual que las frases célebres,
las anécdotas no sirven 
de gran cosa cuando no se tiene
capacidad ni voluntad de asociación;
por el contrario, al acumularse
como remedos biográficos,
transforman las vidas y los personajes
en una hojarasca inconsistente
que se deshace apenas
una la toca con los dedos.

Habría sido atractivo,
pero al parecer ya no lo fue,
que algún novelista se hubiera hecho
cargo de la vida de Neruda en crudo,
sin la elaboración mañosa del tiempo
y los poderes fácticos del nerudismo,
para intentar llegar al meollo de la historia,
penetrándola mediante una visión de rayos equis
o una fría precisión de carnicero, a ver si
queda menos fofo aquel retrato ahora inmortal.

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