Tengo un plan para encontrar el amor de mi vida.
No tengo ni idea qué haré cuando la encuentre.
Probablemente entraré en éxtasis
y no atinaré a nada más que a contemplarla.
Por el momento
-digamos en el lapso de esta vida-
me conformaré con esa sensación
de estar inundado de alegría
por el sólo hecho de saber
que ella existe en el multiverso
y que por algunos instantes
el ideal encarnado ha sido hallado.
Con lo único que cuento por el momento
es mucho, mucho tiempo y un bajísimo presupuesto.
Se me ocurre que el lugar para maximizar
mis precarias posibilidades se encuentran en el Metro.
En algún momento la mayoría de los habitantes
y visitantes de Santiago viajan en algún convoy
en esta trama cada vez más compleja de túneles
que se desplaza por el sustrato capitalino.
El problema es que soy muy poco agraciado,
no tengo muchos amigos ni contactos;
sí una precaria situación económica.
Mis oportunidades son prácticamente nulas.
Sin embargo los sueños
tienen que ser delirantes
-aunque se corre el riesgo no menor
de que se conviertan en pesadillas-,
por lo que no queda otra cosa que arriesgarse:
administrar la mezcla justa
de intuición, audacia y prudencia
que me permita saber hasta dónde
llegar demasiado lejos en tu intento,
ni más ni menos.
Así es que diariamente ingresaré al metro,
y circularé con un solo boleto
cambiando de andén todo el santo día
hasta que la mujer de mis sueños decida
bajar al nivel donde se encuentra
circulando este espécimen de detritus infimus.
Hasta que dicho momento epifánico se produzca
tendré suficiente tiempo -eso espero- para pensar
en qué haré o qué ofrecerle...
o si la espera se eterniza, pensar por último
en una nueva y mejor estrategia para encontrarla.
Tal vez el Metro de París, de Moscú
o por último el de Nueva York...
Total, los sueños tienen que ser delirantes...
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