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PÁNICO ESCÉNICO

El monstruo que aplaude
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
lunes 4 de julio de 2011
 
Hace un par de años
escribí en estas mismas páginas:
"Yo no voy a lanzamientos de libros
ni como autor ni como presentador
ni como público", aduciendo
que esas circunstancias
-largas, uniformes y condimentadas
con fomísimas ironías intelectuales-
eran aburridas para todo el mundo.
 
Una vez publicada,
la declaración me llenó de regocijo:
por fin había sido capaz de poner límites,
de trazar una raya en la arena
de los ambiguos compromisos
sociales y literarios.
 
El problema se insinuó al poco tiempo:
la proclama no tuvo el menor efecto,
al parecer nadie la tomó en serio,
o los pocos que la leyeron la olvidaron.
 
El hecho es que seguí recibiendo invitaciones
un tanto demandantes para participar
en este tipo de eventos.
 
Dije que no invariablemente,
y ofendí a mis amigos y conocidos.
 
Pensando en este asunto
podría formular
algo así como una premisa:
hablar en público
es horrible siempre.
 
Por más que los opinólogos
de la psicología consideren
que una persona normal
debería aprender a exponer
sus ideas ante los demás,
no conozco a nadie
que en la víspera de una conferencia
o de una "ponencia" no experimente
una sombría condición nerviosa,
una desagradable incomodidad
ante la vida, una lamentable desazón.
 
Una vez un fotógrafo me mostró
-riéndose a gritos- las fotos
que había tomado
en uno de esos foros
sobre libertad de empresa
o nuevas perspectivas
para la metalurgia
en el umbral del siglo XXI.
 
En las imágenes
aparecía un señor
que probablemente
fue obligado a hablar
ante cuatrocientas personas
sin tener experiencia para ello.
 
Ya trepado al podio,
junto al micrófono
y enfocado por las luces,
su rostro era
una caricatura del terror:
los ojos desorbitados,
el labio inferior
tensado hacia atrás,
los tendones del cuello
sobresaliendo de la piel.
 
La razón nos indica
que una reacción como ésa
es del todo desmedida.
 
Hablar ante cuatrocientos tipos
no debería ser distinto
a hablar ante uno solo.
 
Que la cantidad
de sufrimiento del expositor
sea proporcional
al número de espectadores
es absurdo, tal como lo es
el hecho de que un equipo
de fútbol disminuya sus capacidades
cuando juega "de visita",
en una cancha que es básicamente
igual a la de sus lares.
 
Pero la vida es absurda
casi todo el tiempo
y no creo que tengamos
que solucionar todos y cada uno
de nuestros déficit de conducta.
 
Uno es como es no más,
no hay ninguna obligación
de ser más brillantes y elocuentes
de lo que la naturaleza
nos dotó una vez, si es que lo hizo.
 
Bioy Casares cuenta por ahí
que durante varios años,
cuando debía hablar en público,
comenzaba a angustiarse
una semana antes,
y por ese período
se sentía infeliz.
 
Sólo pudo superar el incordio
una vez que aprendió
a "confiar en su inteligencia".
 
Es decir,
cuando logró derribar
el monstruoso superyó
del público asistente,
ese animal informe
con cuatrocientas muecas
y ochocientos ojos
que carraspea, ríe y aplaude.

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