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Lunas de antaño
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 01 de Julio de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/07/01/lunas-de-antano.asp
Se escucha, a la distancia,
un ruido, un conflicto, una rabia callejera.
A mí me gustaría mucho entender.
Tomaré vacaciones de invierno en Chile,
en plena canícula europea,
y me dedicaré a estudiar el tema.
Uno de los grandes pensadores liberales del siglo XX,
ya no sé si Karl Popper u otro, sostenía que el marxismo
era la filosofía del conflicto, de la guerra interna,
y que había que pasar en los tiempos actuales
a una filosofía de la cooperación, del entendimiento.
Los liberales de décadas recientes
hacían la crítica de las teorías de Carlos Marx,
quien a su vez había hecho la crítica
de las nociones de libertad del siglo XVIII,
de la época de la Ilustración y la Revolución Francesa.
Pero todo esto, como es natural, no se ve entre nosotros.
Sólo se ve un ministerio que trata de hacer las cosas lo mejor posible,
dentro de las terribles limitaciones que impone la realidad,
y una masa estudiantil enrabiada y que no quiere escuchar
hablar de límites, de reformas posibles.
¿Será que siguen enredados en la filosofía del conflicto?
Cuando estaba en Cuba, en los comienzos remotos del año 1971,
el embajador de Yugoslavia, hombre de ideas,
que antes había dirigido la principal revista política de su país,
me dijo: aquí no entienden que ninguna filosofía,
por sólida que parezca, dura más de cien años.
Se refería, desde luego, a la filosofía de Marx,
y así lo insinuaba con su expresión,
pero se abstenía cuidadosamente
de decirlo con todas sus letras.
Me pregunto si los jóvenes manifestantes chilenos de hoy entienden estos temas.
Difícil, me digo, y aspiro, por mi parte, a hacer un esfuerzo y entender.
Habría que saber abandonar la tendencia al conflicto y adoptar la
teoría de la reconciliación.
Ahora bien, ¿cómo, con qué argumentos?
Jean-Paul Sartre hablaba más o menos
de lo mismo con Fidel Castro,
en los primeros tiempos de la Revolución Cubana.
Fidel Castro había declarado que estaba dispuesto
a entregarle al pueblo cubano todo aquello que el pueblo le pidiera.
¿Y si le piden la luna?, preguntó, ni corto ni perezoso, Jean-Paul Sartre.
¡Se las doy!, respondió Fidel. Sartre, que había descubierto el trópico,
los sones, los mojitos, quedó entusiasmado con la respuesta.
Era un típico diálogo de aquellos años: en apariencia, bonito;
en el fondo, mentiroso, detestable. Diálogo bobo entre personas inteligentes.
Si el pueblo, la juventud, las mujeres tejedoras de calceta, pedían la luna,
lo único serio era explicarles que la petición era imposible.
Lo demás era sospechoso y a la larga se revelaría como peligroso.
Sartre o no Sartre.
Nosotros tendemos a pensar en Chile que la cultura es accesoria,
que no es parte de la educación, que es un elemento añadido y superfluo.
Nos parece, por otro lado, que la educación es una enseñanza mecánica,
cuestión de horas de clase, de aprobar complicadas pruebas,
de obtener diplomas llenos de timbres, de sellos, de rúbricas.
Yo hago grandes sacrificios, formo colas de veinte minutos,
a la intemperie, para entrar a exposiciones.
Aquí se organizan exposiciones con criterio pedagógico:
enseñanza viva, plenamente vigente, en museos, en espacios al aire libre.
Los rostros de Cristo pintados por Rembrandt, sin ir más lejos.
Rembrandt tomaba de modelos a jóvenes judíos de los ghettos holandeses.
Sus Cristos eran cercanos, humanos: se movían por las esquinas
disparejas de Amsterdam, por callejones de Utrecht o de Harlem.
Uno puede mirarlos durante horas y hasta conversar con ellos con la
imaginación.
En una de sus crucifixiones, el crucificado es bajo de estatura, casi deforme,
y tiene cara de perplejidad, como si se preguntara por qué le hacen lo
que le hacen.
Me consigo una tarjeta rompe filas, por la que pago la modesta suma de
66 euros anuales,
y entro a una completa exhibición de Edouard Manet en el Museo de Orsay.
Manet después de Rembrandt. No se trata de colocar un cuadro de Manet
al lado del otro:
son explicaciones murales, cuadros de pintores contemporáneos,
antiguas fotografías, libros, cartas.
Manet era un hombre robusto, de buena figura, un tanto pelirrojo.
Muestran un retrato maestro suyo por Fantin-Latour.
Después dedican un muro entero a la amistad entre Manet y Charles Baudelaire.
¿Por qué los llamaban poetas malditos?, me pregunta alguien.
La respuesta es el comienzo de una pedagogía y exige un poco de tiempo.
Cuando alguien hace preguntas, significa que no todo está perdido.
Los estudiantes pueden protestar y lanzar consignas en las calles,
pero sería mejor que plantearan interrogantes,
por difíciles que sean, y que abrieran un libro de vez en cuando.
Que se preguntaran por qué hubo poetas malditos
en la Francia del siglo XIX y por qué ahora ya no los hay.
O los hay de otra manera.
El filósofo español Fernando Savater leyó mi texto sobre Montaigne
y me escribió para proponerme un diálogo sobre Chateaubriand, escritor
y diplomático.
La cultura es una cuestión de conversaciones, de interrogaciones, de
cuestionamientos.
Uno lee crónicas chilenas y comprende, salvo raras excepciones, que la
costumbre de pensar
se practica poco entre nosotros. Hay respuestas automáticas para casi
todo, y las preguntas faltan.
Podría escribir largas páginas sobre la exposición de Edouard Manet,
pero me limito a mencionar una primera impresión.
La pintura de Manet es tan intensa, tan deslumbrante, tan revolucionaria,
como la poesía de Baudelaire o de Jean-Arthur Rimbaud.
Yo soy otro, parece decirnos Manet.
En El almuerzo en el césped hay un elemento
que no se advierte si no se mira el cuadro con la mayor atención:
no sólo es la mujer desnuda junto a dos señores vestidos,
es el fondo de agua entre árboles y una figura
femenina alegórica, medio irreal, que parece surgir del agua.
Y en el magnífico retrato de un Emilio Zola joven,
hay alusiones a toda la pintura que le interesaba a Manet:
estampas japonesas, un dibujo de la Olimpia del propio Manet,
muy cercano de la maja desnuda de Goya,
un fragmento de los borrachos de Velázquez
cortado por el borde superior de la Olimpia.
Los niños de los colegios pueden conocer o al menos vislumbrar
la relación de Manet con el mundo de Baudelaire,
de Delacroix, de Goya y Velázquez, incluso de Tintoretto.
El espacio de un gran artista se articula con el pasado y se abre al futuro.
Es historia y desarrollo, difícil de entender en los bancos escolares.
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