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Traducir no sólo las palabras sino el misterio de los afectos...‏


El mejor fin del mundo
por Juan Villoro
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 24 de julio de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/07/24/al_revista_de_libros/_portada/noticias/A7CE50F4-D430-459A-9A96-E59523D99982.htm?id={A7CE50F4-D430-459A-9A96-E59523D99982}

El artista puede tener toda la originalidad que quiera, pero las
costumbres y las emociones de los pueblos son estables. Los
norteamericanos quieren fuegos artificiales; los rusos, melancolía.


En el periodo entre guerras, Europa revivió al compás de fecundas
aventuras estéticas. Una de las más curiosas fue emprendida por el
productor ruso Vladislav Leschenko.

He tomado los datos de El hueco que deja el diablo , cantera de
sucesos en la que Alexander Kluge encuentra "el mundo fantástico de
los hechos objetivos".

En 1921 las potencias que definirían el siglo XX mostraban, como
siempre lo han hecho, intereses afectivos distintos: Estados Unidos
idolatraba la felicidad y la Unión Soviética la tristeza.

Para el público norteamericano, el cine era una oportunidad de
reconciliarse con la vida; para el público ruso, una oportunidad de
llorar desde veinte minutos antes de los créditos.

Luego de estudiar estas reacciones, Leschenko alquiló unos sótanos
lúgubres en Berlín y los convirtió en estudios cinematográficos
secretos. Para que las películas norteamericanas tuvieran éxito en
Rusia, entristeció el final como si la guionista fuera Ana Karenina.
Para que las cintas rusas triunfaran en Estados Unidos, creó
desenlaces donde los héroes, hasta ese momento trágicos, silbaban al
caminar y adoptaban un cachorro.
La tarea se facilitaba porque eran los tiempos del cine mudo y un
letrero podía alterar la historia. Como era imposible contratar a los
mismos actores, los protagonistas aparecían de espaldas en la última
secuencia y contemplaban su destino.

A base de efectos de iluminación, música de fondo, una escena
sugerente a la distancia y carteles explicativos, el productor lograba
revertir el sentido original de la historia.

El público solía aceptar la enmienda. Kluge recoge esta reveladora
cita de Leschenko: "El espectador perdona. Acompaña. Completa". Esto
sugiere que los finales eran reconocidos como falsos, pero se
agradecía el truco.

Cuando Scarlett Johansson le preguntó a Woody Allen qué motivación
debía tener para representar cierto personaje, el director le
contestó: "Tu salario". También la motivación artística de Leschenko
fue el dinero. La urgencia de exportar lo llevó a una intervención
cercana a la vanguardia.
El productor dejó la Unión Soviética en 1937 y se mudó a Hamburgo,
donde adaptó películas italianas y rumanas para el público sueco,
agregando "escenas pornográficas de valor artístico".

Nunca actuó movido por la censura. Abundan los ejemplos de películas
alteradas por causas políticas o morales. Durante el franquismo y el
fascismo, el doblaje permitió hacer caprichosas modificaciones a las
tramas que se veían en España e Italia. A veces eso daba lugar a una
perversión mayor. Un ejemplo: para "adecentar" un triángulo amoroso,
el protagonista no visitaba a su amante sino a su "hermana"; las
escenas eróticas se suprimían, pero las miradas revelaban que algo
había entre ellos, transformando la visita "familiar" en un incesto.

Las soluciones de Leschenko nunca fueron tan burdas. Su objetivo era
satisfacer al espectador, a tal grado que lo consideraba un recurso
estético. Al respecto, escribe Kluge: "No creía que sus adaptaciones
fuesen falsificaciones o engaños. Hablaba de una INERVACIÓN, como si
el espectador mismo fuese un celuloide que se ha de exponer a la luz".

No es casual que haya interesado a Alexander Kluge, escritor,
filósofo, cineasta y asistente de Fritz Lang. El hueco que deja el
diablo pertenece a un proyecto que lleva el título general de Crónica
de los sentimientos . Leschenko se postulaba, precisamente, como un
adaptador del sentimiento. El artista puede tener toda la originalidad
que quiera, pero las costumbres y las emociones de los pueblos son
estables. Los norteamericanos quieren fuegos artificiales; los rusos,
melancolía.

Durante casi un siglo el mundo estuvo a punto de llegar a un desenlace
atroz a causa de dos potencias incapaces de coincidir en su idea de
los finales. Quizá hubiera sido posible que un adaptador como
Leschenko ayudara a traducir las emociones de los enemigos.

Hubo otros atisbos de que esto era posible. En La segunda voz , Ved
Mehta traza un perfil de George Sherry, intérprete de Nikita Krushov
en la Asamblea de las Naciones Unidas.

Virtuoso del lenguaje, Sherry era capaz de encontrar equivalentes
instantáneos para las expresiones más complejas. Si el premier ruso
citaba a Pushkin, encontraba una frase de Shakespeare que decía
exactamente lo mismo. A la capacidad de esa "segunda voz" para
traducir no sólo las palabras sino el misterio de los afectos se
debió, al menos parcialmente, que el planeta no estallara bajo una
nube nuclear.

Como en las películas de Vladislav Leschenko, lo mejor que puede
pasarle al mundo es que tenga un falso final.

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