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Basura, fealdad y olores por Roberto Merino

 
Diario Las Últimas Noticias, lunes 18 de julio de 2011

En la televisión les ha dado por mostrar casos
de tipos que padecen el síndrome de Diógenes.

La cruda exhibición de esos recintos,
nidos de desperdicios, es para apartar los ojos.

Colecciones de tubos de papel higiénico,
pedazos de cañerías cochambrosas,
envases usados de leche, cartón corrugado,
escombros, colchones, maceteros de plástico,
trapos viejos, tarros de aceite quemado,
pósters promocionales de una municipalidad,
chuicos, en fin, un infinito saldo
de la producción nacional, se amontona
en desorden en precarios patios,
techos y pasillos de esos malhadados inmuebles
en cuyos oscuros interiores viven además,
seres humanos y perros pulguientos.

El humo del almuerzo impregnando
retazos mugrosos de plumavit
arroja una imagen lamentable
de la existencia humana.

Se trata de una pesadilla material
acicateada por la fealdad y la locura.

VIvir así es una manera de echarse a morir
en un plazo demasiado largo.

Es de no imaginarse el olor
que emana de estas cuevas orgánicas:
un hedor macerado por el frío
y la carencia de afecto.

El hombre tocado por el síndrome de Diógenes
desatiende el consejo de William Morris,
el poeta y diseñador prerrafaeslita:
no conservar objetos que no sean útiles ni bellos.

De toda la literatura que he leído
vinculada de algún modo a Santiago,
no recuerdo descripciones específicas de olores.

Salvo quizás por unas líneas de Coronación,
de José Donoso, donde se menciona 
el vestíbulo de una casa
donde siempre había olor a gas.

Esto era característico 
de algunos edificios de Santiago de antes,
esa leve estela de gas a la entrada,
junto a la mampara.

Curiosamente, era el aroma distintivo
de cierta prosperidad burguesa.

Es curiosa también
la falta de referencias olfativas
en la narrativa chilena,
más que nada pensando
en que el olor de las cosas
y de los lugares
es el estímulo más poderoso
de la memoria de la mayoría de la gente.
('Ese aroma que hace al recuerdo respirar profundo').

Todo el mundo tiene experiencias evocativas,
por ejemplo, ante el vaho profundo que se desprende
de la tierra del jardín cuando llueve,o el que sale
de la cocina, en similares circunstancias invernales,
cuando a alguien se le ocurre preparar 
sopaipillas, galletas o un queque.

Hay olores muy bien determinados geográficamente:
en el restaurante Los Gordos, alguna vez percibí
los maravillosos efectos de la leña  ardiendo
en un interior de piedra, y me acordé nítidamente
de todas las casas de El Arrayán que he conocido.

Distinto, pero igualmente amable,
es el olor de las casas de playa,
esa mezcla de azumagamiento salobre
y de madera que todos tenemos registrada
en nuestras retrospecciones adolescentes,
potenciada además por la cercanía
de coníferas y de eucaliptos.

Malos olores son los que nos provocan
automáticamente sensaciones de desazón vital:
el de la antigua pobreza, por ejemplo,
que combinaba con adobe carcomido,
la parafina y la sopa de cholgas,
o el del incienso de feria de artesanía
que definitivamente no se adapta
a nuestra realidad por lo enfático,
embalsamado y dulzón.

Donde hay incienso siempre hay cháchara:
explicaciones eróticas o esotéricas no solicitadas.

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