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Un "walking around" femenino

Artículo

por Rafael Gumucio
Diario El Mercurio, Martes 10 de Mayo de 2011http://blogs.elmercurio.com/ya/2011/05/10/un-walking-around-femenino.asp
 
¿Qué quieren las mujeres? Llevo días preguntándoselo directamente en
su cara. No les pregunto qué quieren a cada una de ellas en específico
porque sé que no avanzaría demasiado con la respuesta. Demasiado
general o demasiado particular. ¿Qué sacó con que me digan, quiero ser
feliz o, al revés, quiero viajar a San Pedro de Atacama, quiero que a
mi hijo se le acabe la gripe, comprar esos zapatos que llevo mirando
por internet hace días? Les pregunto en general por esa generalidad
misma que no sé si existe, todas las mujeres, la de ochenta y dos años
y las de quince, la que gasta dos millones en ropa y la que alimenta a
duras penas a sus doce hijos: ¿Qué quieren las mujeres? Les pregunto a
mis amigas y conocidas. Protección, tiempo, placer, tranquilidad, me
responden Sofía, Claudia o Soledad. Una casa segura, una familia
feliz, viajes. Cuando joven pasarlo bien, cuando más vieja no pasarlo
muy mal. De pronto Patricia irrumpe en mi oficina, le pregunto.
 
-Sexo, dinero y poder, supongo: lo que queremos todos.
 
-¿Lo mismo que los hombres? Le pregunto de vuelta.
 
En la página "Zancada, cosas de mina", una de las más visitadas del
internet en Chile, los post más comentados hablan de cómo aguantar los
largos períodos de abstinencia sexual. Otro muy visitado habla de un
anillo anticonceptivo.
 
Sería, sin duda, lógico que las mujeres quisieran ante todo y sobre
todo sexo. Si preguntara eso que nadie nunca pregunta: ¿Qué quieren
los hombres? Sólo una cosa en común desean casi todos a toda hora:
sexo. Es por lo demás la categoría que los une: El sexo, el sexo
masculino. ¿No sería lógico que las mujeres también tuvieran eso en
común, desear u odiar a los hombres? ¿No quieren eso las mujeres,
entre todas las otras cosas que quieren, que creen querer, sexo o el
deseo al menos del sexo? La seducción, el amor, si queremos ser más
furibundos. ¿No es eso lo que en el fondo toda mujer quiere, amar y
ser amada en la cama y la oficina? ¿Ganar plata como una forma de
caricia, ascender en la pega para que más gente te mire y admire?
 
Someto mi descubrimiento a otro jurado. Sexo, resumo, las mujeres
quieren sexo. Con Alejandra y Victoria recibo una unánime reprobación.
No es que no quieran sexo, no es que les atormente como a sus madres o
abuelas el tema. El sexo no es un problema ni una solución, porque en
gran parte ha dejado también de ser un misterio. Quizás se compran una
nueva forma de virginidad, una duda, una pregunta que hacerse, un
vértigo, que se ha convertido en una fuente de preguntas que responden
sexólogos, psicólogos y tarotistas hasta en los matinales.
 
Esperan más tiempo que antes para casarse, pero se casan finalmente,
con una seriedad, con una cantidad de explicaciones y teorías con las
que no se casaban sus madres y abuelas. Con esa misma seriedad, con
ese mismo sentido extremo de la responsabilidad, tienen hijos y toman
cursos de parto natural, y dan leche seis meses o más corriendo como
pueden del trabajo, respondiendo el teléfono mientras terminan de
calentar la comida, de asegurarse de si a la mayor le hicieron
bullying, que era lo mismo que le hacían a ella, sin ese nombre
altisonante que hace parecer todo tanto más serio y urgente.
 
Padres y madres en particular, que saben que hagan lo que hagan lo
están haciendo todo mal. Porque la comida sana de hoy es la que
produce cáncer después, y el aire libre es lo menos libre del mundo, y
hay que enseñarle a la niña que el sexo es natural, aunque sus formas
de expresión lo sean cada vez menos. Tenemos que enseñarle la libertad
responsable, que al final es cada vez menos libre, y cada vez más
responsable. Responsable incluso es la irresponsabilidad, llena de
explicaciones, de justificaciones, de peligros y castigos infernales.
 
La responsabilidad infinita es lo que ahoga a tantas chilenas que
conozco. Las responsabilidades de la madre, pero también de la soltera
de saber lo que siente por el pinche de una noche y explicárselo a
psicólogos, padres, amigas. Las locas casquivanas de las novelas del
siglo XIX no han tenido lugar en un mundo en que se debe estar seguro
siempre de lo único inseguro: lo que se siente.
 
La obligación de articular un discurso que se explica, la
responsabilidad de saber lo que estás haciendo y por qué. Y todo eso
mismo hacerlo bien, por el bien de la humanidad, como la Bachelet y no
como la Hillary, como una mamá y nunca como una guerrera, aunque esas
dos imágenes -la de la bruja y la de la mamá- sean para cualquier
mujer un corsé estrecho que nunca le queda bien. Delirios y sueños
masculinos que las mujeres aún no logran reemplazar por una imagen más
completa y propia de sí mismas.
A todas las obligaciones laborales, eróticas o existenciales les han
añadido una más: la de ser buena. Buena en todo, en la oficina, en la
cama, en la vida, pero también la de ser bondadosas, recoger a los
perdidos huérfanos que somos todos, a los cesantes potenciales que
todos somos gracias al neoliberalismo.
 
Obligadas a ser la continuidad de un mundo discontinuo, las
mantenedoras del orden. Desordenarse ni en broma. Buenas madres,
buenas esposas, buenas profesionales. Si algo diferencia aún a los
hombres de las mujeres es la posibilidad que mantenemos de fracasar en
algún aspecto de la vida. Ser bueno sólo en algo.
 
Si algo nos ha beneficiado a los hombres es la posibilidad de ser
fracasados sin ser fusilados por la opinión pública. ¿Pueden las
mujeres darse ese lujo? Todas las apuestas, todos los riesgos, todas
las fichas del juego del sexo están sobre su casillero. Son el futuro
y el presente de la humanidad entera. Pueden engendrar, ya sin hombre,
podrían éstos extinguirse de la tierra, dejando sólo unas muestras de
espermios en un congelador sin que la humanidad se acabase.
 
Toda la especie humana está sobre los hombros de las mujeres. No
necesitan nada ni nadie. Lo tienen todo, se supone, aunque ese
supuesto mismo las ahoga y aplasta de una manera inaudita.
 
Mi mujer, que ha vuelto a trabajar después de su posnatal de tres
meses, que tiene que someterse al extraño ritual de sacarse leche con
una máquina enorme y negra de los años setenta para cumplir con la
oficina y nuestra otra hija de tres años, y la casa y el marido y su
narcisismo perpetuamente herido, quisiera para ella un "Walking around
femenino". Un "sucede que me cansó ser mujer". Y andar como el poeta
en esos versos, perdido por la ciudad sin objetivo. A tantas mujeres
del Chile de hoy, el olor a peluquería las hace llorar a gritos, y se
cansan de sus pies, de su pelo, de sus sombras y ven cómo lloran
lágrimas negras las camisas colgadas entre las casas.
¿Cómo estás? Le pregunto a tantas mujeres y me responden tantas veces
lo mismo: Cansada, sin que sus rostros o sus gestos denoten la más
mínima somnolencia o laxitud. Están cansadas, entonces, de otra manera
que el simple cansancio físico. Están listas para asumir el doble o el
triple de esfuerzos con tal de conseguir en el camino el apoyo
necesario, la sola aprobación aunque sea distante; la sola idea de que
no están solas, de que no lo estarán siempre, que en algún momento
habrá una pausa, un armisticio, una tregua.
 
¿Qué quieren las mujeres hoy? Lo mismo que siempre han querido. Lo
mismo que quieren los hombres -aunque lo sepan menos-, que las
quieran. Esa palabra, vaga y total como el mar que antes fue una forma
de desafío, o de pregunta, que fue alguna vez una duda y es ahora la
única certeza.
 
El cariño mojado y esencial, que ahora es simplemente una aceptación.
En esa guerra contra el terrorismo, las estadísticas, ante el imperio
político del miedo, y esa economía que necesita la emergencia para
ser, las mujeres consultadas están de acuerdo casi todas en pedir, en
exigir, en esperar, en desesperarse por una comprensión que quizás no
existe. Ser comprendidas -contenidas, dicen los psicólogos-, ser
aceptadas en todos sus errores, sus horrores, en todas sus faltas y
fallas.
 
¿Ser tú misma? Sí, claro, pero serlo como ya no se nos permite, sin
saberlo, sin repetirlo, sin mostrarle. En esta dictadura de la
intimidad, como la llama el sociólogo Richard Sennett, las mujeres
parecen pedir un camerino al lado del escenario. Una bambalina en que
dejar el papel mismo de mujer, de madre, de amiga, de enemiga íntima.
Quieren otra intimidad. Una intimidad sin luz, sin victoria, sin
derrota, sin fiebre y sin orgasmo. Dormir en los brazos de alguien,
flotar en el sueño, dejarse ir sin importar demasiado dónde y cómo van
a volver.

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