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Viñetas de la Europa de posguerra por Tito Barreda


Las crónicas de juventud de Ernesto Barreda
por Ernesto Barreda
Diario El Mercurio, domingo 8 de mayo de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/05/08/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/D4CDE233-CD27-4BF6-B71B-0E1CFB0299B8.htm?id={D4CDE233-CD27-4BF6-B71B-0E1CFB0299B8}

El pintor y arquitecto recuerda en estas líneas su retorno a París en
1946, como un joven estudiante de arquitectura. Barreda recorre un
Londres devastado y luego se reencuentra con su ciudad natal, donde
todavía estaban presentes las fuerzas norteamericanas.

Recuerdo que mis padres rememoraban con dolorosa nostalgia -que
trataban de disimular- al París en que se conocieron, se casaron y
vivieron durante años en plenos "años locos", al son de las canciones
de Josephine Baker, Maurice Chevalier y bailando charleston y tango
europeo -del cual me enteré, años después, que mi padre era un eximio
bailarín-.

Yo nací en esa ciudad en 1927. De ella guardé un vivo recuerdo -más
bien debería decir una impresión subconsciente, dada mi corta edad en
esos años-, pues cuando Occidente tuvo que pagar la cuenta por el
jolgorio de los años veinte, a mis padres se les acabó la fiesta.
Tuvieron que regresar a "L'Amérique du Sud" y desembarcaron en
Valparaíso desde la motonave "Reina del Pacífico", en diciembre de
1932. Yo concluía entonces mi quinto año de vida.

Por todas estas vivencias infantiles, cuando a comienzos de 1946
regresaba un día a mi casa desde la Universidad Católica de Chile
-donde cursaba 2° año de arquitectura- no me sorprendió que mi padre
dijera: "Vamos a regresar a París en un par de meses". El motivo
aparente era tratar de recuperar un apartamento que él poseía en esa
ciudad, aunque con el tiempo me asaltó la idea de que lo que en
realidad quería era ver la posibilidad de volver a vivir allí.

Años locos en el ADN

La personalidad de mi padre floreció en Paris, y sólo allí. Él era un
perfecto "caballero de fina estampa". Arquitecto titulado en la
universidad limeña de San Marcos, conocedor del arte, las
arquitecturas de "estilo", de muebles, aficionado a la música culta,
encantador y tímido -como son los hombres verdaderamente
encantadores-, tuvo un no me atrevo a decir "mérito", digamos una
condición: prácticamente no le trabajó un día a nadie.
Su apartamento de París era espléndido y no me cabe duda de que le fue
obsequiado por su padre, mi abuelo, de tradicional familia limeña.
Cuando se acabaron los últimos acordes de los "años locos", aunque yo
era un niño -pero los niños también captan-, más de una vez le
pregunté por qué teníamos que irnos de París. Me explicó con un
ejemplo: "Yo tenía muchas acciones de los ferrocarriles americanos
Baltimore-Ohio; en esa época Estados Unidos se movía en tren", las
carreteras y los automóviles eran incipientes, la aviación civil para
pasajeros, casi inexistente", y continuó: "El jueves 29 de octubre de
1929 la bolsa americana se desplomó y las acciones del Baltimore-Ohio,
que valían 123 dólares, bajaron mucho en unos días". "¿Cuánto?",
pregunté yo. "Bajaron a 3 dólares"; pero con su finura agregó
inmediatamente: "Pero volvieron a subir". "¿A cuánto?", pregunté,
pues, aunque niño, capté que la frase era de consecuencia para nuestro
futuro. "A 5 dólares. Para siempre", me contestó con una naturalidad
que seguramente escondía nubes negras en el horizonte.

Luego continuó con el tono tranquilo de quien relata un paseo al
campo: "A casi todas nuestras amistades les pasó lo mismo. Íbamos en
grupos al bar del Hotel Ritz en la Place Vendôme a tomar las últimas
copas, esperábamos el cierre de la bolsa de Nueva York cuando ya en
París era medianoche, luego cruzábamos a la oficina de la Bolsa
Internacional, que estaba al frente, a la espera de los últimos
teletipos. Cuando éstos llegaban, todos levantaban los brazos y decían
casi lo mismo: "Se acabó, me quedé sin nada" y se iban dando traspiés
-consecuencia de la pasada por el bar además del shock -. No sé si mi
padre levantó los brazos, su finura tal vez se lo impidió, pero
recuerdo que después de aquel día comenzó en casa a verter whisky
nacional en las botellas de whisky importado.

Ilustra el clima que experimentó el mundo esta pequeña historia de una
conocida señora argentina, casada con chileno, que antes del jueves 29
daba fiestas y cenas continuamente para el gran grupo de sudamericanos
en París. Cuando sucedió esto, reunió a sus amistades y dio una última
cena para decirles: "Nos quedamos en la calle", y luego empeñó todas
sus joyas para poder vivir. Sus amistades hicieron una gran colecta
para reunir los fondos y rescatar sus joyas. Logrado esto se las
devolvieron en medio de sus exclamaciones de júbilo. Pues bien, a los
pocos días volvió a dar una gran cena, mejor que todas, pues había
empeñado nuevamente todo su ajuar y tras lo cual regresó a Buenos
Aires.

Londres: sastres y ruinas

En mayo de 1946 iniciamos el largo viaje para llegar al soñado París.
La línea aérea Panagra mandaba a buscar a sus pasajeros a su casa en
limousine como a las 4 de la mañana. A esa hora me despedí de dos o
tres amigos y comencé con mis padres el viaje en bimotores a hélice.
Después de un par de días en un Nueva York sorprendente, zarpamos
rumbo a Europa en el famoso transatlántico "Queen Mary", símbolo del
poder imperial británico anterior a la Segunda Guerra. En ese barco
comenzaron mis inesperadas vivencias y sorpresas con ese mundo que
sólo se veía en los noticiarios de guerra, tan diferente del mío -la
casa de mis padres en la tranquila y sombreada avenida Pedro de
Valdivia de Santiago-.
El "Queen Mary" comenzaba a llevar otra vez pasajeros a Europa, y a su
regreso traía a miles de soldados de vuelta a los Estados Unidos, como
pude constatar cada noche viendo las ocho literas metálicas vacías en
mi camarote. Al pasar frente a la Estatua de la Libertad, y al sonido
de la sirena, todos los pasajeros nos reunimos en cubierta para
escuchar por altavoces las inquietantes explicaciones del capitán,
quien nos daba instrucciones para que tuviésemos siempre "a mano" los
chalecos salvavidas puesto que el mar estaba "lleno de minas".

Tras cuatro días de navegación sin sobresaltos, llegamos al puerto de
Southampton y de ahí a Londres, donde nos quedamos unos días. Mi padre
en su juventud de los "años locos" se mandaba a hacer su ropa a
Londres, por lo que rápidamente me llevó a una sastrería inglesa para,
seguramente, volver a vestir como lo hacía 20 años antes al compás del
charleston. Pero, ¡sorpresa!, su sastrería, como un islote, era la
única construcción en pie en medio de un páramo de ruinas, muros con
ventanas vacías a través de las cuales se veía el cielo, maderas,
piedras y ladrillos, todo calcinado después de los bombardeos alemanes
a la "City".

El sastre y su ayudante nos esperaban y, como si nada pasara, nos
tomaban las medidas y preguntaban por el ángulo de la solapa, después,
elegir telas y botones mientras por las ventanas sólo se veía este
horizonte de devastación y ruinas y la silueta sombría pero intacta de
la catedral de San Pablo.

París tras la pesadilla

El viaje a París continuó y cruzamos el canal de La Mancha en un ferry
que hacía el cruce diario a Calais. Al llegar a este puerto, fuertes e
inolvidables impresiones: el ferry, navegando lentamente entre barcos
hundidos, y mástiles y chimeneas que apenas sobresalían del agua, nos
depositó en los restos de un muelle.

Todo era destrucción. A un costado del muelle nos esperaba un tren que
llevaba los pasajeros a París. Sus vagones estaban en buen estado,
pero el recorrido era sobrecogedor. Avanzaba muy lentamente, pues la
vía férrea estaba en muy malas condiciones y sus rieles eran
desordenados montones de fierros retorcidos; las estaciones
intermedias, en ruinas e incendiadas; en los campos que cruzábamos se
veían carros de guerra y tanques calcinados. La "douce France" nos
recibía con la cara descompuesta, por la pesadilla que había vivido.

El tren llegó finalmente a la Gare du Nord, luego de cruzar los
barrios periféricos de París. La gran ciudad no mostraba daños físicos
y la razón de esto tan extraordinario apareció publicada años después
en un libro titulado "¿Arde París?": el general alemán a cargo de la
guarnición de París, con sus tropas y toda la parafernalia bélica,
simplemente desobedeció las órdenes de hacer volar la ciudad cuando se
acercaran los ejércitos aliados. Desobedecer una orden era
prácticamente el suicidio en esos convulsos años. "¡Salud, herr
Kommandant!"...

Al salir del recinto de la estación comenzaba a notarse algo extraño:
aparte de unos pocos taxis, la ciudad estaba prácticamente desierta;
uno que otro automóvil, todos de por lo menos siete años de
antigüedad; el tráfico lo dirigía la policía militar americana,
instalada en el medio de las calles con sus uniformes y cascos blancos
con las letras MP (Military Police) y sus vehículos de guerra, jeeps y
otros, en las aceras, parques y jardines parisinos; la policía
francesa se divisaba discretamente apostada en algunos lugares.

Al cruzar la ciudad para dirigirnos al hotel "Lancaster", a un paso de
los Champs Elysées, donde estaríamos un par de meses, para luego
cambiarnos a otro hotel cerca de la Madeleine, sentía emociones
fuertes y complejas, dominadas por la sensación de que ese mundo
gigante y ahora sombrío, y con sus calles semidesiertas dirigidas por
soldados extranjeros, me era familiar.

Del mundo de mi infancia no recordaba detalles, pues había vivido allí
sólo hasta los cinco años, y a esa edad los recuerdos son mezcla de
sueño y realidad; pero recordaba sus olores, sus ruidos, más
exactamente su murmullo gigante, sus miles de automóviles, sus
máscaras, sus tapabarros negros, el sonido incesante de sus claxons,
los silbatos de la policía, sus mendigos, casi siempre vestidos de
negro... Yo había estado allí hacía ya mucho tiempo, pero recuerdos de
mi infancia volvían a estar presentes con fuerza, como sus pavimentos
de adoquines formando dibujos curvos, con sus grandes clavos
brillantes para indicar el paso de los peatones, los passages cloutés
-los pasos claveteados- sobre los cuales mi padre nunca dejó de
hablar, lamentando que en nuestra América cada uno cruzaba la calle
donde mejor le parecía.

En 1946 nunca me sentí un extraño en París. Era volver a la casa donde
había nacido.

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