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La indivisible libertad


por Jorge Edwards
Diario La Segunda,
Viernes 29 de Abril de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/04/29/la-indivisible-libertad.asp
 
La Feria del Libro de Buenos Aires se realiza desde hace algunos años
en los terrenos de la Sociedad Rural. Estuve una vez en un hotel que
se levantaba al lado de estos recintos y despertaba en las madrugadas
entre mugidos y relinchos. Me asomaba a la ventana y veía los
ejemplares de toros, de vacas, de terneros y potrillos, que llegaban
desde la pampa en camiones y eran enfilados por peones vestidos de
gauchos, esto es, por gauchos auténticos. Ahora la Sociedad, adaptada
a los tiempos, arrienda de cuando en cuando sus recintos y uno divisa
desde todas partes enormes galpones, arquerías, graderías, rellenos de
libros en lugar de ganado. Uno tiene que admitir que el país, rico en
ganadería, también lo es en editoriales y librerías. Neruda me dijo
una vez que no le gustaban los libros sobre libros sino los libros
como “grandes bisteques”. Sería, pienso ahora, su lado argentino. Al
fin y al cabo, era concuñado de Ricardo Güiraldes, el caballero
gaucho, el de Don Segundo Sombra.
 
Desde temprano encontré filas interminables y un ambiente de espera,
de suspenso. Era el jueves 20 de abril y Mario Vargas Llosa hablaba a
las siete o a las siete y media de la tarde. Algunos funcionarios del
Gobierno, escritores ocasionales, habían anunciado que impedirían que
Vargas Llosa, “enemigo de los pueblos de América”, se dirigiera al
público de la Feria. Era una prohibición de corte medieval, un grito
que se había salido de madre. El último Premio Nobel de Literatura,
uno de los grandes novelistas del continente, encontraba cerradas las
puertas de las legendarias jornadas del libro en Buenos Aires. La
Presidenta Fernández de Kirchner, sensata, de buenas antenas
políticas, intervino a tiempo y paró la protesta desencajada y
desubicada. La reacción natural fueron esas largas colas frente al
gran edificio central, de arquerías de hierro de la época de la
ingeniería de Eiffel. Ojalá nos prohíban algo alguna vez, pensé, para
acceder así, por inevitable reacción, a las grandes audiencias, a las
mayorías no silenciosas.
 
La presidenta de las Madres de Mayo, Hebe de Bonafini, esperaba junto
a la entrada y algunos murmuraban que se proponía encarar a Vargas
Llosa. Pues bien, el recinto ferial se llenó de bote en bote, quedaron
miles de personas afuera y se habilitaron pantallas para que pudieran
seguir el acto. El escritor leyó un texto vibrante, apasionado, sobre
su relación con Argentina y con los libros. Después hubo un diálogo
bien preparado, llevado con talento y conocimiento, entre un crítico
del diario La Nación y el novelista.
 
La impresión clara, general, fue de que el autor de Conversación en la
Catedral se comprometía a fondo, sin la menor autocensura.
Se preguntó por qué Argentina, que pertenecía al primer mundo a
comienzos del siglo XX, cuando la mayoría de los países europeos
estaban subdesarrollados, se encontraba ahora en una situación
desmedrada. Contó etapas de su formación en Bolivia y en el Perú, de
sus primeras lecturas, de su vida familiar, y en algunos aspectos fue
todavía más lejos que su libro El pez en el agua.
 
Confesó, por ejemplo, que le costaba mucho trabajo escribir, y que
había trabajado como un forzado, en jornadas agotadoras, a fin de
transformarse “en un gran escritor”. Y habló de la felicidad de su
vida de familia hasta la aparición de su padre, a quien sólo conoció a
los once años de edad. En esta etapa de su relato no hizo la menor
concesión, no avanzó ningún detalle que pudiera humanizar, disculpar,
la feroz figura paterna. Era un ser autoritario, cruel, que
consideraba que la literatura, la poesía, todo eso, eran cosas de
afeminados, y que lo golpeaba en forma despiadada. No hubo ningún
matiz, ningún asomo de perdón tardío. Aseguró que la tiranía paterna
le había contagiado desde niño un amor ferviente a la libertad. Había
sido, desde entonces, su pasión, su deseo ardiente, su aspiración
máxima. Y dio una definición de la libertad, tal como él la entendía,
que conmovió a la audiencia, que arrancó ovaciones, aplausos, gritos
de entusiasmo. Yo, que estaba en la primera fila, junto a muchos
escritores argentinos, diría que fue un vuelco espectacular, que la
imagen de Mario Vargas Llosa resultó cambiada para gran parte de la
asistencia.
 
El novelista sostuvo que la libertad no es divisible, que la tiranía
política no puede convivir con una verdadera libertad económica, con
un desarrollo moderno de la sociedad. Explicó que su pasión libertaria
abarca los espacios de la cultura, de la acción pública de los
gobiernos, del mercado. Uno deducía con facilidad que la intención de
prohibirle hablar, de no dejarle narrar esa extraordinaria historia
personal, era una expresión de barbarie, de subdesarrollo, de
estupidez rampante. Cuando recordó su actuación, desde la presidencia
del Pen Club Internacional, en defensa de escritores argentinos
perseguidos por la dictadura militar de entonces, como era el caso de
Antonio di Benedetto, novelista mendocino de extraordinario,
reservado, casi secreto talento, la sala entera estalló. El novelista,
el flamante Premio Nobel, había llegado a la culminación de su
formidable intervención, de su faena. Podía salir en hombros de la
multitud, como los toreros, pero en lugar de eso se encerró en una
carpa preparada de antemano, bien custodiada, y recibió algunos
saludos. Entre ellos, el de Hebe de Bonafini, que lo felicitó en forma
calurosa, maternal, podríamos decir, y le entregó una carta.
 
El discurso, el diálogo con el crítico bonaerense, habían cerrado un
ciclo, habían llegado a los niveles más altos, más comprometidos, de
una confesión general. Fue una jornada histórica, me atrevo a decir,
de la literatura latinoamericana. Todos desfilaron detrás de las
palabras de Vargas Llosa, invocados en forma explícita o tácita, desde
Rubén Darío, Pablo Neruda, César Vallejo, desde Jorge Luis Borges,
Julio Cortázar y Antonio di Benedetto, hasta hoy mismo. No había cómo
sustraerse a esas ausencias tan presentes, a esos fantasmas tan
reales, tan carnales.

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