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Mirando espectadores

por Pedro Gandolfo
Diario El Mercurio, Sábado 28 de Mayo de 2011http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/05/28/mirando-espectadores.asp
 
Mientras "no veo" un partido de fútbol, pienso: entre los dos
componentes de un espectáculo -los intérpretes y los espectadores, el
artista y el público, los que realizan el show y los que lo disfrutan,
los que juegan el partido y los que lo siguen-, siempre he estado en
la zona de los segundos y, como a tantos, muy a menudo me pasa que me
convierto en un espectador que mira a los espectadores. Lo que está
ocurriendo en la zona de la interpretación, del juego, de la
actividad, cede interés, y lo que acaece acá, en la supuesta zona de
la pasividad, de la audición, de la recepción atrae (o distrae) la
atención, como si los papeles se invirtiesen. Por cierto que ser
público es también un modo de participación en el espectáculo, un modo
que lo completa y lo lleva quizás a su acabamiento.
 
En un concierto de música clásica rige la ley del silencio y la
quietud (no fue siempre así). En la penumbra, el público sigue
sacramente la interpretación: alguien tose con culpa después de
atragantar el tosido por un rato; otros comentan algo en susurros; un
joven ejecutivo contesta desde su BlackBerry un mensaje de texto,
hundiéndose en la butaca; un grupo aplaude a destiempo y en seguida es
acallado por los que saben. El silencio de los demás me intriga
porque, como la música, no habla, y estoy acostumbrado a hablar
demasiado: mi cerebro se pone extraordinariamente locuaz en esas
circunstancias. ¿El silencio de los otros será también un silencio
interior? ¿Es posible mitigar el lado verbal de nuestra conciencia y
entregarse a la música en su pureza? Miro al público y parece que sí.
Yo entro y salgo de la música y siento cómo las historias,
pensamientos y discursos se defienden de esta enemiga que seduce, pero
no habla. Alguien me sugiere que tengo el hemisferio cerebral derecho
poco desarrollado.
 
Dije "no veo" un partido de fútbol porque estoy sentado en el
restaurante en la única silla vacía que encontré: debajo del
televisor. Al fondo hay un espejo, pero apenas distingo algo a causa
de mi miopía. Esta vez me veo forzado a mirar a los espectadores,
quienes, frente a mí, dirigen arrobados su vista hacia arriba de mi
cabeza. Aquí, por cierto, no hay ley del silencio ni de quietud. Se
grita, se comenta, se insulta. Un señor se advierte seriamente
acongojado, a punto de llorar; otro está indignado; más allá, alguien
celebra con timidez, porque se halla en minoría. Me gusta este
público, aunque reconozco que a cada espectáculo le corresponde, según
su naturaleza, el propio. Pienso, sin embargo, que si se pudiera
colocar un micrófono en la conciencia de los auditores silenciosos del
concierto clásico, la sala reverberaría de conversaciones, en un
bullicio poco musical.

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