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A lomo de música


por Agustín Squella
Diario El Mercurio, Viernes 29 de Abril de 2011http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/04/29/a-lomo-de-musica.asp
 
Vivo en una ciudad -Viña del Mar- y trabajo en otra -Valparaíso- que
como todas las de similar tamaño se encuentran colapsadas por la ya
irreversible densidad de un tráfico implacable que congestiona casi
todas las calles y avenidas. No se trata sólo de miles de automóviles
particulares, en muchas ocasiones utilizados para trasladar unas
cuantas cuadras a un único ocupante, sino de otros tantos buses de
locomoción colectiva, de todos los colores y combinaciones de colores
que se puedan imaginar, y cuyos incontables recorridos son validados
por autoridades que al parecer tienen por meta la de una línea de
buses por cada calle de cada barrio de la ciudad, sin olvidar la
multitud de taxis colectivos que circulan a baja velocidad o que
permanecen detenidos frente a los semáforos hasta el momento en que
consiguen capturar los cuatro pasajeros que les permiten emprender sus
desenfrenadas carreras.
Pero lo peor es el ruido, en especial el de buses y taxis que llegan
disputando a cada paradero y haciendo sonar sus bocinas -cuando no sus
vuvuzelas- para atraer de ese modo la atención de posibles pasajeros.
Una práctica muy inexplicable, desde luego, porque nadie sube a un bus
o utiliza un taxi porque su conductor le da un bocinazo.
 
¿Qué quieren que les diga? Como peatón y caminante que soy tolero mal
esa situación, y alguna vez osé preguntar al chofer del bus que me
transportaba si él creía realmente que bocinando a quienes permanecían
en esquinas y paraderos conseguiría un mayor número de pasajeros, pero
la respuesta que recibí -la típica "Maneje usted si quiere"- me
convenció de no volver a hacerlo y de seguir padeciendo el atronador
recital urbano de las bocinas con irritación apenas contenida.
 
Hasta que se me ocurrió que la solución, como tantas veces, no
consistía en intentar cambiar la realidad, sino en tomar distancia de
ella, en lo posible hasta anularla, para evitar de esa manera sus
constantes e hirientes agresiones. Conseguí un iPod , pedí a un músico
de la universidad en que trabajo que grabara buena música clásica
-sobre lo cual sólo pude darle un par de indicaciones-, y desde
entonces circulo por las calles y subo a buses y taxis colectivos
acompañado de Bach, Chopin, Beethoven o Mahler, sustrayéndome también
a los alborotadores radiales que sintonizan los conductores y al
masivo parloteo por celulares. Algunos transeúntes me observan con
curiosidad, y me dan ganas de detenerme para explicarles que ese
obligado aislamiento no es exclusividad de los jóvenes.
 
No puedo decir que entiendo la música que escucho, pero sí que la
disfruto y que, según creo, consigo advertir la dirección que ella
lleva. La música, lo mismo que las películas y las novelas, va siempre
hacia algún lado, y parte del placer de escucharla, de verlas y de
leerlas no consiste en adivinar adónde se dirigen, sino en notar el
desplazamiento que van teniendo a medida que transcurren. ¿Dónde se
dirige la caravana de camelleros que en lontananza divisamos en medio
del desierto? No importa cuál sea su destino -leí en un texto de Paul
Auster-, sino los suaves y acompasados movimientos que la caravana
hace al desplazarse de un punto a otro del desierto. Lo mismo pasa con
la música, con las películas, con las novelas, aunque el curso de la
primera sea más difícil de percibir. Pero incluso alguien como yo, con
mal oído y que nunca recibió lo que se llama una educación musical,
puede ser capaz de subir a lomo de la música y dejarse conducir por un
camino que le resulta familiar aunque sea la primera vez que lo
recorra.
 
Antes no comprendía a quienes iban con audífonos en el Metro, en las
calles, en los buses, y ahora formo parte de la silenciosa hermandad
de quienes prefieren escuchar música antes que oír ruidos, aliviando
de ese modo el estrépito del caos urbano de nuestros días.

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