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Hijos de la sequía


por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 9 de mayo de 2011
 
Parece que enfrentaremos otra vez un año seco.
 
Un año seco más en la vida.
 
Los santiaguinos venimos al mundo
con la imagen de la sequía
inscrita en el inconsciente.
 
Este otoño subidiario que vivimos
no es más que un coletazo del largo verano
que se niega a abandonarnos.
 
Ni siquiera hemos tenido el espectáculo
del viento barriendo las hojas secas.
 
En estas circunstancias es natural
que echemos de menos el agua.
 
No sólo el agua de las lluvias,
sino sobre todo aquella
de la que no hemos disfrutado
nunca de manera cabal:
el agua horizontal, la de los ríos
y de las lagunas bordeados de vegetación.
 
Es necesario que exista una extensión acuosa,
una abierta perspectiva de frescura y de viento
para que podamos dejar volar el pensamiento
o la imaginación, para aliviar la mente
o para hacer, en definitiva,
un alto en medio de la vida que llevamos,
comprimida en estrechos cubículos
de asbesto con ventanas
que ni siquiera se pueden abrir.
 
La estrechez también afecta
a nuestros desplazamientos:
nos pasamos una parte importante del tiempo
tratando de avanzar por vías congestionadas,
de las que salimos con la sensación
de haber sido friccionados.
 
Durante meses no vemos más paisajes
que los que obtenemos
de los documentales de la televisión.
 
Para encontrar agua en volúmenes considerables
tendríamos que trasladarnos a Chicureo
o al embalse de La Dehesa o más arriba, a El Yeso.
 
Las lagunas de la Quinta Normal y del Parque Cousiño
-una especie de paliativo a la carencia-
ya no son lo que fueron alguna vez.
 
La del Parque Forestal la taponearon con tierra
antes de que tuviéramos memoria.
 
Sería una lástima, en este sentido,
que se descartara el proyecto
del Mapocho navegable,
que por lo demás es muy antiguo.
 
He registrado, con respecto
a esta idea de bien público,
risas socarronas y gestos suficientes,
como si fuera más realista
mantener al Mapocho
en su condición de cola de guarén.
 
Cada vez que en Chile
se ha planteado la posibilidad
de una obra de cierta magnitud,
han saltado a opinar primero
los agoreros del fracaso.
 
Fue así con el cerro Santa Lucía,
con el Parque Forestal,
con el túnel Lo Prado.
 
Si tuviéramos extensas superficies de agua,
habría más árboles, más pájaros y más viento,
y no sufriríamos esta especie de angustia de trinchera
que gradual e imperceptiblemente
se nos va instalando en el alma,
con el insondable murallón de la cordillera
que nos cierra el paso aunque
no nos demos demasiada cuenta.
 
Vivimos entre dos cordilleras
y con un tapón de smog encima.
 
El culto a san Isidro
llegó hasta nosotros en el siglo XVII
exclusivamente a causa de las sequías,
antes del eternizado proceso
de apertura del canal San Carlos,
que permitió convertir en haciendas fértiles
los descampados donde se enseñoreaban
los tierrales y cuyas champas de arbustos
eran habitáculos de malicentes cogoteros.
 
La Parroquia de San Isidro,
a cuatro cuadras al sur de la Alameda,
fue en sus comienzos parroquia de campo.
 
Basta revisar un mapa del siglo XIX
para darse cuenta de que la ciudad
no llegaba hasta esa zona,
que se graficaba con multitud de arbolitos.
 
Las procesiones del santo de las lluvias
podían verse hasta hace poco
en las calles aledañas a la iglesia,
y eran, como los machitunes,
un medio no despreciable
de torcer las porfiadas
inclinaciones de la naturaleza.

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