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Cuando muere un terrorista


por Gonzalo Rojas Sánchez
Diario El Mercurio, Miércoles 04 de Mayo de 2011http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/05/04/cuando-muere-un-terrorista.asp
 
Sea quien sea el fallecido, nadie debe alegrarse, a nadie le conviene
celebrar. Si el subversivo ha muerto en combate o en acción directa,
no se ha marchado en paz: se ha ido en el medio de su odiosa vida. Al
terrorista no le convenía vivir así ni morir así, y aunque él escogió
libremente esa existencia, si hubiese humanos que se alegrasen por su
triste final, ellos habrían entrado también por la senda del odio.
 
Es cierto que el mundo parece desde el momento de esa muerte un lugar
más seguro y menos contaminado; pero eso no es verdad. El terrorista
acribillado seguirá influyendo. La cadena que se ha conformado desde
los jacobinos hasta Osama y cuyos eslabones han sido tan variados
(anarquistas, leninistas, guevaristas, nacionalistas, maoístas,
fundamentalistas, etcétera) no va a cortarse fácilmente.
 
La internacional terrorista sube y baja en los rankings de eficacia,
pero sería ingenuo pensar que sus diversas ramas van a desaparecer así
como así, por un revés aquí, por un muerto allá. Esa transnacional
maneja perfectamente lo visible y lo oculto. Su visibilidad es siempre
inocua; no agrede, sino que conmueve intentando convencernos de que el
terrorista era una persona idealista y coherente, que fue reprimida y
finalmente asesinada.
 
Si era figura mundial, cientos de miles de manifestantes recordarán al
subversivo en el mundo entero. Y si era poco conocido, al menos unos
cientos lo acompañarán hasta su tumba, encapuchados quizás. Calles y
plazas, fundaciones y revistas, congresos y aniversarios recordarán su
obra liberadora. Sobrarán los alcaldes, los líderes sociales y los
comunicadores que quieran perpetuar la memoria de tan excelsa figura.
Compañeros de ruta del terrorismo son...
 
El lenguaje, convenientemente deformado, se pondrá al servicio de su
memoria: fue el amigo de los débiles, enfrentó a los poderosos, amó la
justicia, siempre buscó la paz final -se dirá.
 
Se venderán sus poleras, no faltará la oferta de tazones para el café,
el cine acogerá en documentales y ficción su vida heroica. ¡Qué bueno
fue! Millones de jóvenes en el mundo entero recibirán su influjo
poderoso, y de entre ellos, unos pocos miles decidirán incorporarse
como eslabones a la cadena terrorista. Con apellidos irlandeses o
árabes, vascos o iberoamericanos, tribales o urbanos, iniciarán la
otra etapa, la de un ocultamiento que termina siendo siempre letal.
Conocemos bien el proceso en nuestro propio Chile, porque lo vivimos
desde mediados de los años 60 en adelante.
 
Reclutados por unos adultos apenas mayores que ellos, esos jóvenes
dejarán de asistir a clases formales para matricularse en las escuelas
del terror; en sus células leerán sobre Bakunin o Lenin, sobre Trotsky
o Mao, sobre Guevara u Osama. Sus familias -si las tienen- sospecharán
que en algún carrete pesado están metidos los jovenzuelos, pero,
faltos de voluntad o de medios, no lograrán alejarlos de esos
ambientes.
 
Y un día -fatal para otros, para sus víctimas- darán su primer golpe,
cometerán su primer crimen, engrosarán los listados de los buscados
por los poderes a los que ellos mismos quieren derribar. Propiedad
destrozada, heridos, muertos. Ellos, por eso mismo, estarán así
construyéndose desde el dolor ajeno.
 
El proceso nunca se detiene. Para validarse, irán arriesgándose más y
más en la exposición de sus golpes, en la audacia de sus atentados. Y,
entonces, otro día -esta vez, fatal para ellos- la inteligencia
estatal los encontrará después de largo rastreo; los acorralará,
morirán.
 
Es la historia visible y oculta del terrorismo: un cuento de nunca
acabar. Veremos cómo empieza de nuevo esta vez.

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