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Redescubriendo a Daniel de la Vega‏

Canonizaciones y blasfemias

“Daniel de la Vega es de páginas maestras, más frescas que las de cualquier escritor de ahora (Bolaño incluido)”.
Jorge Edwards
Diario La Segunda  07/11/2014

Un escritor joven de talento, Luis Felipe Torres, se declara en rebeldía frente a la canonización de Roberto Bolaño. Es una paradoja interesante, porque yo creo que el propio Bolaño se habría rebelado contra su canonización. La idolatría es enemiga de toda forma de crítica literaria. Y la blasfemia, en literatura, a diferencia de lo que sucede en religión, siempre ha sido bienvenida. Pero hay profesores, hay burócratas, hay gacetilleros, que descansan cuando tienen un ídolo en sus altares: ya no necesitan revisar, releer, volver a pensar, si es que alguna vez en su vida han pensado. Si sólo existiera el mito de Neruda en la poesía chilena, ¿qué pasaría con Vicente Huidobro, con Parra, Enrique Lihn y Jorge Teillier, y hasta con Carlos Pezoa Véliz y Rosamel del Valle? Recuerdo versos de Rosamel, hermosos versos, como ése que comienza con “Día domingo en noviembre…”, y formidables páginas de Blest Gana, de Baldomero Lillo, de Pedro Prado. Lo que sucede es que la idolatría permite apoltronarse y suprime la curiosidad. Existen los parásitos de Neruda y los de Bolaño. A los otros autores, en cambio, hay que descubrirlos. La lectura es aventura, la crítica es invención, es lo más opuesto del mundo a la repetición, a los lugares comunes. Un editor inglés, hace años, antes del sarampión de ahora, me preguntó por el mejor libro de cuentos de Bolaño para editarlo. Era un hombre bien informado, perfectamente al día. Pues bien, después de haber leído bastante a Bolaño, de haberlo presentado en Barcelona, de haber escrito sobre él antes que muchos otros, le aconsejé a ese editor que hiciera una selección de los mejores cuentos de varios de sus libros, ya que de ahí podía salir un tomo extraordinario. El publicista inglés me pidió a mí que hiciera el trabajo, cosa que me habría gustado mucho, pero en esos días estaba enredado en otros compromisos.
El otro día estuve en Santiago en una librería de barrio, Lolita, y conocí la editorial del mismo nombre, creadas, ambas, por Francisco Mouat, buen prosista, excelente cronista, nuevo héroe criollo de la causa perdida de las librerías y de la empresa difícil de las editoriales pequeñas. Encontré un libro más bien excéntrico en uno de sus mesones y se me ocurrió comprarlo: “Confesiones imperdonables”, de Daniel de la Vega. Nunca había pensado que se pudiera leer a Daniel de la Vega, pero nunca es tarde para aprender. Es decir, he aprendido algo del joven Luis Felipe Torres y otro poco del no tan joven Francisco Mouat. Abro el libro de Daniel de la Vega, no lo suelto, y llego a la rápida conclusión de que es irregular, chispeante, de salidas fáciles, de chistes algo malos, pero también de páginas maestras, sorprendentes, más frescas que las de cualquier escritor de ahora (Bolaño incluido). Sus temas mejores no son más de tres o cuatro, pero los trata en forma incisiva, con ironía, con humor, con algo que se podría definir como gracia picaresca. Encontramos en él un romanticismo ligero, desfasado, postmodernista, más que postmoderno, y un gusto por la noche, por los pícaros, por los aventureros disparatados, por los atorrantes. Confiesa que le habría gustado ser atorrante, persona de la noche, de los vinos tintos, sin profesión conocida, sin domicilio fijo, pero le tocó ser un esclavo de la palabra escrita, de los diarios en situaciones financieras limítrofes, de los teatros nacionales y hasta de las compañías de revistas. Cuenta historias de periodistas, de reporteros, de tipógrafos, obligados a salir a las calles a buscar avisos comerciales para que sus periódicos puedan salir durante algunos días. Como es de suponer, uno de sus temas centrales fue el hambre, historias de gentes que si no escribían, o si no conseguían que el público llegara a sus obras de teatro, no comían. Historias de hambres monumentales.
Un amigo suyo, Artemio González, era buen dibujante, pero hacía tiempo que no encontraba trabajo. Era el año 20, y un Tribunal de Honor sesionaba durante semanas y todavía no decidía si las elecciones presidenciales habían sido ganadas por Arturo Alessandri Palma, el ídolo popular del momento, o por el candidato conservador Barros Borgoño. Artemio, en su desesperación, entró a un restaurante del barrio de la Estación Central, dijo que no tenía un centavo, que estaba muerto de hambre y que pagaría la cuenta más adelante. No le contestaron nada, pero se escucharon gritos en la calle y alguien pasó pregonando que había salido “don Arturo”. Hubo un ambiente de euforia colectiva, contagiosa, y una mujer se demoró en entender lo que sucedía y después entró al comedor, como loca. Le echó una mirada a Artemio y le dijo a una joven camarera: “Sírvale a este joven lo que pida. Yo lo convido.” Al artista le sirvieron un plato de pescado humeante, un asado espléndido, acompañado de vino tinto en abundancia, y después un postre y una copa de coñac. Artemio González hizo promesas confusas de pagar y la muchacha le contestó que se sirviera no más, que en la calle todos celebraban, que ahora comenzaba una nueva vida.
Dieciocho años después, don Arturo, conocido también como el León de Tarapacá, era el presidente de la derecha liberal, y la nueva vida todavía no comenzaba. El día de su proclamación, sin embargo, había sido un día de fiesta descontrolada, de tiros al aire, de canciones. La calle entera coreaba el “Cielito lindo”, el himno de la campaña. En 1938, don Arturo se paseaba por la Alameda con su bastón a la espalda, con su gran perro Ulk, con un par de guardaespaldas a una distancia discreta. Se acercaba el triunfo en las elecciones del Frente Popular. Si usted lee la crónica de Daniel de la Vega, que lleva el título de “Llamarada”, comprenderá estas cosas y algunas otras que antes no había comprendido.

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