Temblor
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Revista Ya
Martes 11 de Noviembre de 2014
Me dijo que el temblor
llegó como una señal,
una suerte de aviso de peligro
mientras ambos se miraban
como dos extraños, olvidándose
de la media docena de años
que llevaban viviendo juntos.
Un movimiento telúrico
que los encontró
de improviso, desarmados.
El temblor
no sólo había removido
las entrañas de la Tierra
sino que las suyas también.
Esa mañana ella
le pidió que se fuera,
que tomara sus cosas
y que saliera por la puerta.
Aunque se engañaba
hace años, ella ya sabía
que no quería a ese hombre
que alguna vez quiso tanto.
Ambos habían envejecido
y en ese transcurrir de los años
lo que los unía también
se deterioró, acumuló polvo,
se fue degastando
como los cuerpos y las cosas.
Llevaba tiempo negándose
a asumir esa derrota,
esa innegable consecuencia
de la rutina y el desdén.
Y llevaba más tiempo aún
disfrazando su necesidad
de sentimentalismo,
de cariño perpetuo,
pero en el fondo
sabía que no era el amor
lo que le impedía moverse,
sino el miedo, la incertidumbre.
Esa mañana, sin embargo,
todas las certezas
le cayeron de golpe,
como se fueron cayendo
los adornos de la repisa
cuando la Tierra
comenzó a sacudirse.
El edificio
se comenzó a mover y ambos
se quedaron frente a frente,
mirándose sin saber qué hacer.
El orgullo y esa fobia
a mostrarse débiles
les impidió caminar
el uno hacia el otro
y entonces todo se movió,
pero ellos no se movieron,
se miraron a los ojos de lejos
y supieron que ese gesto
marcaba el fin de todo.
«El remezón
no vino de a poco.
En realidad
nada viene de a poco
en esta vida.
Todo acaece tal como
en los terremotos: de zopetón.
Somos nosotros
los que vivimos de a pizcas»,
decía Ana María del Río
en un cuento y esa frase
parecía ahora embriagarlos,
contenerlos en esas palabras.
El tiempo
parece hacerse más lento
cuando la Tierra se mueve,
cuando el miedo
nos adormece los intestinos.
Pero súbitamente,
así como comenzó todo,
el movimiento decae,
se calma, y entonces
sólo queda un leve ondular,
un reflejo de lo que
se acaba de vivir.
Él no dijo nada,
sólo siguió
metiendo cosas
en una maleta,
buscando la forma
más rápida de irse
de ese lugar.
Ella contuvo lo que sentía
-¿qué sentía? se preguntó,
no podía identificar muy bien
lo que le pasaba en ese momento
-y comenzó a recoger
los adornos que yacían rotos
-como ellos- en el piso.
Menos de dos horas después
todo parecía resuelto.
Todo se había hecho desde la rabia,
sin hacer el menor esfuerzo
por lograr un quiebre civilizado.
Las alarmas de los autos
dejaron de sonar y la ciudad
parecía en calma otra vez.
Tendida en su cama en silencio,
cayó en cuenta que el temblor
seguía vivo en su interior,
terco, aunque como todo eso
también se aplicaría,
sólo era una cuestión de tiempo.
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