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«Vamos a la Fuente Alemana...»‏

Columnistas

Almuerzos familiares

por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 18 de noviembre de 2014

" 'Vamos a la Fuente Alemana', dijo y condujo desde el oriente de la ciudad hasta Plaza Italia, hasta ese lugar que yo asociaba con años más felices. Nos sentamos en la barra y ambos pedimos lo de siempre..."


Era viernes, yo tenía quince años y los noventas recién comenzaban. Mi padre llegó a la casa al mediodía, tiró su maletín en el sofá y se sacó la corbata de un tirón. Lo sentí abrir una botella y supuse que estaría dando cuenta de una cerveza helada: el calor de febrero estaba insoportable. Por la hora y el día de semana, imagino que creyó estar solo, inmerso en esa curiosa intimidad que dan las casas familiares cuando están vacías, sin percatarse que yo también había llegado temprano y veía pasar las horas tirado en mi cama leyendo algo. Haciendo gala de la adolescencia más tenaz, hice caso omiso de su presencia y seguí en silencio, esperando que se apareciera por mi puerta y me saludara. Por aquellos años yo quería poco a mi padre y nuestra relación se nutría de roces innecesarios. Recuerdo haber deseado que no estuviese ahí cuando lo sentí llamar a alguien por teléfono. La conversación fue corta aunque no dejaba lugar a dudas: él habló con alguien en un tono cercano, afectivo, y le dijo que ya había tomado la decisión, que esa tarde empacaría sus cosas y se iría de la casa. Lo dijo así, como quien se saca un peso de encima. En ese momento me arrepentí de no haber dejado constancia de mi presencia en la habitación contigua al comedor. Sin querer, ya era parte de su secreto, de su decisión.

Aún en silencio, lo sentí pararse de la mesa y acercarse hacia donde yo estaba. Fue entonces cuando pasó por el umbral de mi puerta -todavía era un hombre joven, relativamente delgado- y, controlando la sorpresa, me saludó con cierto cinismo, descartando la posibilidad de que lo había escuchado. Hoy creo firmemente que fue su forma de protegerme. "¿Qué haces tan temprano acá?", preguntó. No recuerdo qué le respondí, pero lo que nunca he podido borrar de mi memoria es la forma en que me miró. Por algunos segundos se quedó ahí, inmóvil, mirándome con esos ojos oscuros, con la mirada de un hombre cansado, abatido quizás por las circunstancias. "Tengo hambre, Gustavo. Vamos a comer algo juntos", sentenció antes de desaparecer de mi campo visual y, sin responderle, supe que ese día no lo iba a contradecir.

Minutos más tarde manejaba en silencio mientras yo buscaba algo en el dial de la radio. "Vamos a la Fuente Alemana", dijo y condujo desde el oriente de la ciudad hasta Plaza Italia, hasta ese lugar que yo asociaba con años más felices. Nos sentamos en la barra y ambos pedimos lo de siempre. Ninguno de los dos mencionó aquella llamada. No hubo explicaciones ni recriminaciones. Como si se tratara de un antídoto, sentí la acidez del chucrut unida a la tibieza de la carne reconfortándome por dentro. Hablamos poco y al regresar encontramos a mi madre en casa. Pensé que esa noche sería horrenda, que haría sus maletas, que ya no lo vería. Pero al día siguiente estaba nuevamente en la mesa del comedor, tomando un café y leyendo el diario. Solo cuatro meses después hizo lo que había decidido hacer esa tarde.

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