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Percepciones y realidades de la violencia en México


Juan Pablo Toro V. 

Diario El Mercurio, 

Junto al combate a las bandas del narcotráfico, 
urgen reformas para restablecer el imperio de la ley. 

Tras la indignación que provoca la matanza de Iguala 
está la constatación de que el acceso desigual a la seguridad 
no puede ser propio de una democracia. 

Más allá del impacto que ha provocado la desaparición en México de 43 estudiantes de Pedagogía en una trama que involucra a autoridades y policías municipales junto con sicarios del narcotráfico, este hecho debe entenderse como la expresión de una situación mucho más profunda, que no solo compete al gobierno de Enrique Peña Nieto, sino a toda la sociedad de ese país.

La crisis de seguridad actual deriva de la pérdida de gobernabilidad que se produjo tras la apertura democrática en el año 2000 con el fin del reinado del Partido Revolucionario Institucional (PRI), un cambio de magnitudes insospechadas por estos lados.

Solo con la modificación de las leyes electorales y la garantía de comicios limpios, se pasó en un breve período de un partido hegemónico a un pluripartidismo competitivo; de un presidencialismo "imperial" a uno acotado; de la subordinación de los tres poderes, a su independencia, y de la subordinación de organizaciones sociales, a su autonomía.

Todos estas transformaciones instalaron de facto una realidad diferente, pero nunca se acordó crear las instituciones necesarias para gobernar este nuevo país. La original transición mexicana optó por la coexistencia de nuevas y viejas élites, la convivencia de malos y buenos comportamientos.

Orden descompuesto

En los 71 años que el PRI regentó México, imperó la convicción de que el poder del Estado era superior al de los delincuentes.

Gracias a las policías y el Ejército, los "empresarios" del crimen se subordinaron al poder legal bajo la amenaza de ser perseguidos o eliminados si no se rendían o pagaban.

Fue justo este complejo entramado, donde había una velada cadena de control sobre el crimen y la corrupción administrada por la Dirección Federal de Seguridad -agencia de inteligencia de los gobiernos priístas-, el que desapareció con la transición.

Quienes primero percibieron que habría un cambio en el statu quo fueron los narcotraficantes. Previendo la pérdida de fortaleza de las autoridades, las organizaciones criminales crearon sus propios brazos armados. Así el Cartel del Golfo, por ejemplo, contrató a ex miembros de las fuerzas especiales del Ejército, lo que dio origen a Los Zetas.

Como desde mediados de los 90 los carteles mexicanos ya no solo competían por los mercados de heroína, marihuana y metanfetaminas, sino también por el control del 70% al 80% del flujo de cocaína con destino a EE.UU., la necesidad de protección se volvió imperativa y en la organización de sus ejércitos particulares no encontraron mayores impedimentos.

Recién en los dos últimos años de Vicente Fox (2000-2006), el primer Presidente del Partido de Acción Nacional (PAN), se empezó a constatar esta nueva realidad, donde la relación competitiva y fragmentaria entre las organizaciones criminales desató la barbarie.

A la vez, pequeños municipios, con sus débiles policías, fueron cooptados enteros por el narcotráfico.
El crimen organizado se volvió una amenaza a la seguridad nacional, porque entró de lleno a disputar el poder coercitivo y territorios al Estado, mientras golpeaba a la población civil y vulneraba las fronteras.

Patear el avispero

En una audaz apuesta, el Presidente Felipe Calderón (2006-2012), lanzó el Ejército a las calles, al no encontrar instituciones civiles capaces de enfrentar la amenaza.

Calderón fue al combate frontal al narcotráfico sin una policía preparada ni cárceles de alta seguridad.
Pero al decidir atacar al narcotráfico de frente, se generó un proceso de metástasis. Los carteles se rigen por la violencia. Y a medida que se obtiene éxito en su represión, se los empuja a niveles de degradación más profundos y, por tanto, a un mayor nivel de violencia, lo cual genera un problema político. Algo que se evidenció en Iguala.

A diferencia de Calderón, Peña Nieto (2012-2018) -en cuya gestión los homicidios han ido bajando- ha probado un esquema de ataque selectivo a los cabecillas basado en el manejo de inteligencia.

Uno a uno han ido cayendo los mayores capos de los carteles de Sinaloa, del Golfo, Beltrán Leyva, Tijuana, Juárez y Los Zetas.

De forma simultánea, se creó una Gendarmería Nacional, que con 5.000 efectivos y un mayor poder de fuego, interviene en los municipios con mayor debilidad institucional.

Es en este contexto donde se produce la masacre en Iguala, por una banda criminal llamada Guerreros Unidos, que ha demostrado un extraordinario nivel de crueldad.

Este grupo, poco conocido hasta ahora y que opera en el estado de Guerrero, es una consecuencia del proceso de "atomización" de los grandes carteles. El grado de violencia que deben aplicar estas nuevas organizaciones para imponerse es mayor en la medida que tienen menos recursos económicos y conexiones políticas inferiores.

La reforma faltante

Peña Nieto ya se ha reunido con los familiares de las víctimas, enviado a la Gendarmería a buscar los cuerpos, puesto al Procurador General de la República a la cabeza del proceso y pedido justicia, ya que hay independencia de poderes.

De todas las cosas que se ha acusado a su gobierno, la cierta es que el Mandatario no ha impulsado todos los cambios necesarios en materia de seguridad, porque estuvo concentrado en pasar las reformas energética, educativa y de las telecomunicaciones, tan indispensables para hacer despegar la economía.
Con dos años en el poder -o incluso con seis-, es muy difícil que Peña Nieto pueda revertir de forma diametral la crisis de seguridad que vive México. Sin embargo, tiene la ventaja de ser un Mandatario mucho más fuerte de lo que fueron Fox y Calderón, por las mayorías en el Congreso y la cobertura territorial del PRI en cuanto a gobernadores y alcaldes.

La reforma que falta en México y que puede impulsar Peña Nieto es justamente aquella que tiene que ver con el fortalecimiento del Estado de Derecho, por medio de la reducción de la impunidad y el restablecimiento del imperio de la ley. Pero además del apoyo de los partidos, esta necesitará el respaldo de la sociedad.

No solo se trata de optimizar y depurar las policías mientras se combate a los carteles. También los ciudadanos deben exigir conductas transparentes a los candidatos a cargos de elección popular (el alcalde de Iguala del Partido de la Revolución Democrática, PRD, fue votado) y dejar de considerar el pago de coimas, la popular "mordida", como algo natural.

Esa misma sociedad que hoy protesta por el asesinato de 43 estudiantes, no alegó del mismo modo cuando en 2010 fueron asesinados 72 inmigrantes centroamericanos por Los Zetas en Tamaulipas, ni por las decapitaciones entre miembros de carteles rivales que circularon en la red. Aunque en los últimos dos casos se trató de personas en situaciones ilegales, la cantidad de vidas segadas fue enorme.

Quizás lo que más sorprende en el caso de Iguala es la movilización popular que ha causado. En el fondo, parece estar el hecho de constatar que el acceso desigual a la seguridad no puede ser propio de una democracia profunda.

El desafío para Peña Nieto es canalizar esta indignación para despertar valores en la sociedad mexicana, sobre la importancia del cumplimiento de la ley, que permitan a todas las autoridades ejercer el poder legítimo en un contexto de reglas generalmente aceptadas, lo que no es más que la definición de la gobernabilidad en un orden democrático. Solo así se puede esperar una mejora sostenible a la seguridad.
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Juan Pablo Toro es editor de Internacional de "El Mercurio". 
Diplomado en Seguridad Nacional del ITAM, 
trabajó en México como editor de AP entre 2005 y 2007.

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