por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
Martes 6 de marzo de 2012
Creo que nunca había estado
tan de moda como ahora
el concepto de "motivación laboral".
Desde luego, la estimulación
de los trabajadores
es una idea muy antigua,
rastreable quizás
haste el Imperio romano,
donde algunos esclavos
podían sentirse ilusionados
con la posibilidad
de comprar su libertad.
Lo novedoso no es eso,
sino que los incentivos o engañitos,
en apenas un par de décadas,
se hayan vuelto toda una institución,
sin la cual muchos asalariados
no entenderían muy bien
en qué consiste su trabajo.
Actualmente los trabajadores
de todos los rubros,
además de desempeñarse
en sus funciones
y recibir a cambio un sueldo,
están inmersos en una parafernalia
de charlas motivacionales,
bonos por cumplimiento de metas,
condecoraciones al empleado del mes,
sicoterapias grupales,
sesiones de yoga en el escritorio
y vaya uno a saber qué otras
actividades edificantes
y recompensas al mérito.
Lo anterior puede ser
interpretado de muchas formas:
los trabajadores están desganados,
los sueldos son insuficientes,
los trabajos no entusiasman a nadie,
la profesionalización es un mito,
los contratos son letra muerta,
el ideal del trabajo bien hecho
está obsoleto, etcétera.
En cualquier caso,
el panorama es deprimente.
Uno se acuerda
de esos caballos amaestrados
que, después de hacer una pirueta,
reciben sin falta un par de cubitos
de azúcar y, junto a su amaestrador,
representan una farsa de buen entendimiento
entre el dominador y el dominado.
El asunto de los incentivos
tiene un origen justiciero
o, por lo menos, filantrópico,
pues pretende subsanar
los desequilibrios
entre trabajo y remuneración.
Ése es el principio inspirador,
por ejemplo, de la participación
de los trabajadores en las
utilidades de las empresas.
Sin embargo, entre eso
y el auténtico teatro de engañifas
supuestamente compensatorias
y estimulantes hay una distancia
sideral, especialmente porque
la figura del trabajador "normal",
aquel que cumple su parte del trato
sólo porque no hacerlo iría
contra todo sentido ético,
está cada vez más diluida,
dando paso a la del cazarrecompensas
o, derechamente, a la del mercenario.
Probablemente, eso da lo mismo
en el ámbito de los fabricantes de calcetines,
los vendedores de áridos,
los corredores bursátiles
o cualquier otro trabajo
que no comprometa la libertad,
el bienestar y los derechos ajenos.
El problema es justamente
que la institución espuria
del incentivo y la motivación
se ha transformado a tal punto
en un lugar común
de las relaciones laborales,
que en la actualidad es posible
que hasta los carabineros
reciban una zanahoria extrasalarial
por hacer su trabajo, según
se divulgó la semana pasada.
Como se oye:
por cada detenido, un día libre.
El prefecto de la Zona Oriente,
donde se aplica ese
curioso estímulo policial, declaró:
"hemos visto un cambio de actitud
y funcionarios proactivos".
Con eso, para qué más.
Nada raro sería que pronto
los jueces reciban año sabático
por cada cadena perpetua,
que en el Congreso
vuelen las gift-cards
por cada ley aprobada
o que se reinstauren
las recompensas
por orejas y cabelleras.
Así como vamos,
no habrá mucha diferencia
entre el sentido del deber
y un mero agarra-aguirre
de caramelos bajo la piñata.
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