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Casi lo tuvimos todo



El sábado pasado murió Whitney Houston. El día siguiente, Adele barrió con los Grammy y dejó al mundo encantado. La primera llegó a ser para la industria todo aquello que la segunda se empeña en resistir.

La muerte de Whitney Houston el sábado pasado, en la antesala de lo que sería la edición 54 de los Grammy  fue tanto una tragedia como una advertencia.  Bastión de un pop conservador,  compartió con Madonna y Michael Jackson durante los ochenta y noventa el sitial indiscutido de estandartes deónde podía empujar los límites de la dominación total del pop.  Whitney Houston, esa chica bien, absurdamente bonita, se distinguió de sus pares al basar su carrera en una voz entrenada en el gospel y el soul. Astutamente, sacrificó  el riesgo en pos de una mezcla de la tradición con la masividad, exhibiendo rutilante sus acrobacias vocales casi sobrenaturales con la aparente facilidad de quienes han dominado una técnica a la perfección.
Adele, quien el domingo se coronó reina de una industria que cada año parece empeñarse en poner en escena propuestas cada vez más irrelevantes, emerge con su vozarrón despechado como la gran esperanza blanca de un mercado que ve en el revival de soul un lugar sospechosamente seguro.  Con un espaldarazo absoluto y la paternalista introducción de Gwyneth Paltrow, la performance  pasional y  algo falta de carisma de Adele no puede verse sino como un contrapuesto siniestro de la que fuera  en 1986 la noche de consagración de Whitney Houston, presentada por un demodé Kenny Rogers y donde ella, jovencísima, flaca esmirriada y enfundada en un vestido rojo, canta radiante esa promesa  virginal que era "Saving all my love for you".
Predilecta de la misma industria que necesita sucesoras para sobrevivir, Whitney Houston sería por casi quince años lo que Adele parece ahora estar renegando, al declarar que quiere darse una temporada sabática para disfrutar el amor ahora que por fin lo tiene. Aunque luego echó pie atrás ("¿dije cinco años? ¡más bien cinco días!", escribió en su blog), que haya situado su plan ideal en un receso para enamorarse, componer un disco "feliz" y "plantar hortalizas", resulta revelador: el paraíso de Adele está lejos de la industria.  Whitney jamás dudó. Se enfrentó con su sonrisa amplia y sus ademanes aristocráticos a un mercado que cada vez se inclinaba más al hip hop y que caía víctima de los one hit wonders, y llevó su voz hasta los límites de la pirotecnia, pasando de adolescente cándida a una nueva diva, soberana y encantadora por igual. Y no satisfecha con eso, se reinventó como una mala actriz, y siguió apostando a la cautela en bandas sonoras que la catapultaron a un éxito planetario absoluto. Luego siguió adelante hasta su aniquilación, haciendo eso mismo que juró con su voz campeona que nunca haría: dejar que le quitaran su dignidad.  Whitney Houston se convirtió en la década pasada en un personaje tristísimo.
Al final,  terminó consumida por una industria demasiado ávida de estos costalazos épicos que ella misma promueve y que necesita para seguir perpetuándose.  Adele, cauta, fantasea con la improbable idea de dar un paso atrás, lejos del ruido. Y parece que no hay mucho que reprocharle.

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