por Joaquín García Huidobro
Diario El Mercurio, Domingo 20 de Noviembre de 2011
Diario El Mercurio, Domingo 20 de Noviembre de 2011
http://blogs.elmercurio.com/reportajes/2011/11/20/la-fe-despues-de-karadima.asp
El juicio penal contra el P. Karadima arribó a la misma conclusión que el proceso del Vaticano: es culpable de graves abusos, auténticos delitos, sólo que, a diferencia del anterior, no fue posible sancionarlo, ya que había operado la prescripción. En todo caso, en este momento nadie puede dudar de la honorabilidad de los denunciantes, que han prestado un servicio a la república y a la Iglesia, contribuyendo a aclarar este doloroso asunto.
Ahora se trata de ir sacando lecciones, para que esas conductas no vuelvan a suceder. Ya se ve un nuevo aire en la Iglesia, que ha empezado a tomar medidas enérgicas pero imprescindibles, y probablemente irá sucediendo algo parecido en la sociedad civil, donde hay diversas instituciones que, por su naturaleza, pueden prestarse a abusos semejantes.
El triste episodio que está llegando a su término nos enseña a los católicos un par de cosas importantes. La primera es que pone ante nuestros ojos la razón última de la propia pertenencia a la Iglesia. Ni la vida de san Alberto Hurtado ni la de Teresa de Calcuta ni la de Tomás Moro o cualquier otra persona ejemplar son razones definitivas para hacerse católicos, aunque constituyan una buena ayuda. Como contrapartida, los crímenes cometidos por creyentes, sean párrocos, papas, profesores o columnistas, no son un motivo para dejar de serlo. Aunque sea una reacción comprensible, tampoco tiene sentido aprovecharse del pánico y aflojar en la exigencia personal con la excusa de que otros no hacen lo que deberían hacer. Construir el edificio de la vida cristiana sobre unos hombres, por más grandes que nos puedan parecer en un momento de nuestra vida, es tanto como edificar sobre arena.
La segunda lección se aplica también a los no católicos. ¿Estamos ante un individuo de una maldad singular e irrepetible? Si así fuera podríamos respirar tranquilos, porque el peligro habría pasado. ¿O, más allá de su estructura psicológica, que no conocemos, cabe la posibilidad de que se trate simplemente de una persona que se descuidó, que no tomó las medidas para evitar ciertos peligros a los que era especialmente vulnerable? Si así fuera, no deberíamos estar tan tranquilos.
El hecho de que ese tipo de crímenes no nos resulte atractivo no significa que seamos personas moralmente inexpugnables. Por desgracia, no todas las formas de mal nos resultan tan repugnantes como las que fueron objeto del juicio que esta semana terminó.
El caso del P. Karadima nos enfrenta a algunas cuestiones fundamentales. No se trata, en efecto, de que la Iglesia simplemente haya tenido o tenga un problema. La existencia misma de la Iglesia "es" un problema, porque supone creer nada menos que un carpintero judío de hace dos mil años es Dios. No un profeta, un sabio o un reformador social, sino Dios: eso es lo que los cristianos afirmamos de Jesucristo.
Además, implica creer que Jesucristo ha querido valerse de una institución especial para transmitir su mensaje de redención (ya había ocurrido algo semejante con la decisión divina de elegir un pueblo, el judío, para hacerlo depositario de sus promesas salvadoras).
Hoy por hoy, la gente no está dispuesta a aceptar intermediarios. ¿Por qué Dios se tiene que valer de mediaciones? ¿Por qué tenemos que contar con los demás, gente llena de defectos y limitaciones, en algo tan personal como nuestra relación con la divinidad? Que Aristóteles diga que el hombre sólo alcanza su plenitud en la medida en que forme parte de la comunidad política, pase. Pero, ¿por qué vamos a necesitar a los demás para alcanzar nuestro destino eterno?
La Iglesia misma es problemática porque consiste en una institución divina que se vale de medios humanos para producir un resultado que excede las fuerzas del hombre. Creer que pueda existir algo semejante no es cuestión de buena voluntad, sino un regalo divino: se llama "fe".
Sin fe, la Iglesia no es más que un conjunto de gente, alguna bastante poco recomendable, que por una razón inexplicable ha permanecido veinte siglos y tiene una asombrosa capacidad de superar una y otra crisis.
En cambio, con fe, la Iglesia se presenta como un regalo tan prodigioso de Dios a los hombres, que Gertrud von Le Fort, un año antes de hacerse católica, decía: "¡No ha sabido de ti quien te abandona!".
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