por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 18 de Noviembre de 2011
Diario La Segunda, Viernes 18 de Noviembre de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/11/18/el-nuevo-humanismo.asp
El nuevo humanismo es uno de los temas de discusión actual en los más diversos foros internacionales. Es el humanismo del hombre contemporáneo en su diversidad y su universalidad, sin distinción de género, de razas, de culturas y creencias. Yo pienso, sin embargo, que el nuevo humanismo y el humanismo antiguo, el de siempre, con matices, con lenguajes puestos al día, con adaptaciones al presente, son más o menos iguales. Algunos creían que todo comenzó con el Renacimiento en Europa, en el siglo XVI, a finales del siglo XV, pero ahora resulta claro que todo comenzó muchos siglos antes y en lugares diferentes. Entre Sócrates, por ejemplo, y Erasmo de Rotterdam, no hay una línea seguida, continuada, uniforme. Hay un humanismo islámico, que se produce en diversos lugares, incluso en la península ibérica, en los alrededores de los siglos IX y X de la era cristiana. Esos pensadores recogieron el pensamiento de Aristóteles y lo revisaron, lo modificaron, o recibieron las viejas matemáticas clásicas y trataron de adaptarlas. ¿Han escuchado hablar ustedes de gente como Avicena, como Averroes? Sé muy poco, pero me intereso en la diversidad de los puntos de vista. Tengo conciencia de la dificultad de imponer convicciones seguras, acorazadas. En una de las vigas del techo de su estudio, en una torre del sur de Francia, Michel de Montaigne hizo escribir uno de sus lemas: Je m'abstiens , me abstengo. ¿Por qué? Porque escribía en una época de crisis, de guerra civil encarnizada, que obligaba a tomar decisiones a cada rato, y era muy difícil, muy arriesgado, muy peligroso, tomarlas. De manera que el humanismo en sus mejores tiempos, en el Renacimiento europeo, entre 1550 y 1588, conducía a pensar con cuidado, con calma, con equilibrio, evitando toda precipitación. No eran épocas para atolondrados, para entusiastas medio infantiles. Un pensador y ex diplomático italiano, que estuvo en Chile en épocas pretéritas, me dice que Montaigne era un filósofo radical, pero que exponía sus ideas con sutileza, con finura, sin tratar de irritar a nadie.
En un discurso de la Unesco, centrado en el tema del nuevo humanismo, comenté tres episodios separados en el tiempo y en el espacio: uno de Montaigne, otro de Rembrandt, el pintor holandés, en las cercanías de la mitad exacta del siglo XVII, y otro de la niñita de la isla de Juan Fernández que tocó las campanas de su pueblo cuando divisó el tsunami que se formaba en el fondo del océano, en esa noche de fines de febrero del año pasado de nuestro último cataclismo. ¿Qué relación, dirán ustedes, puede existir entre esos tres personajes? No tengo tiempo de explicarles la relación, y ustedes, a lo mejor, encuentran mi discurso en internet. Pero les digo una sola cosa: Montaigne, hombre de campo, tenía un sentido intenso de la naturaleza y de los hombres en estado de naturaleza, y la niñita de Juan Fernández, con instinto certero, divisó la ola que se formaba en el fondo de la noche y corrió a tocar las campanas de alarma.
Montaigne era hombre de campo y hombre de a caballo. Cuando se cansaba de leer y escribir, hacía ensillar un caballo y se hacía acompañar de una o dos personas: un mozo de caballerizas, alguno de sus vecinos o parientes. En una de esas cabalgatas, parece que se encontró en un pueblo vecino con un grupo de caníbales brasileños. Una expedición francesa los había traído de América para exhibirlos como "muestras" de los habitantes de esa parte del mundo. Montaigne reaccionó con curiosidad, con profunda atención, sin prejuicios excluyentes. En otras palabras, reaccionó como filósofo y humanista. Y al cabo de largos estudios, lecturas, reflexiones, llegó a la conclusión de que ellos, los supuestos bárbaros, eran menos bárbaros que los europeos del siglo XVI. Entre otras razones, porque ellos mataban a sus prisioneros cuando tenían hambre, de un solo golpe en la cabeza, y después los metían a la olla, los condimentaban, los cocían y se los comían. Los europeos, en cambio, mataban a personas por el solo hecho de pensar diferente, sin la menor necesidad, y lo hacían de la manera más cruel: los torturaban y después, en las hogueras de la Inquisición, los exterminaban a fuego lento.
No sigo con Montaigne. Ya he escrito demasiado sobre el personaje, y los críticos chilenos, que son más bien criticones que críticos, como decía Pablo de Rokha, me lo van a reprochar. Hay otro momento humanista que mencioné en la Unesco y que en alguna medida es más sutil, aunque no menos revelador. Aquí nos trasladamos al siglo XVII, a Holanda, al mundo de la pintura. Rembrandt, el pintor, había seguido una tradición que se remontaba a la Edad Media y había pintado Cristos con aureola, bañados en luces espectrales. Por ejemplo, en sus cuadros sobre el encuentro en Emaús, escenas conmovedoras, que mantienen toda su fuerza después de casi cuatrocientos años. Sin embargo, desde 1648, aproximadamente, desde sus cuarenta y tantos años de edad, empieza a pintar rostros de Cristo enteramente humanos, desprovistos de toda iluminación sobrenatural, con expresiones pensativas, con miradas profundas y fijas, con marcas del dolor, de la madurez. Es una serie impresionante y es una visión centrada en lo humano; en esa época, un nuevo humanismo, y que sigue siendo nuevo, si se miran bien las cosas, ahora. Por esos mismos tiempos, se sabe que Rembrandt visitó barrios judíos de ciudades holandesas y retrató a sus pobladores. Uno puede suponer que sus retratos de Jesucristo se inspiraron también en modelos encontrados en esos lugares: eran figuras holandesas con un aspecto marginal, con una tensión especial, con la mirada puesta en otra parte.
Agrego, para terminar, que con el terrible accidente de avión de hace dos meses, la historia de la niña y las campanas de Juan Fernández adquiere un relieve que no habíamos calculado. El instinto certero de una adolescente de pueblo contrasta en forma dramática con los errores de cálculo de la tecnología más avanzada. Había que conocer los vientos, los cambios bruscos de clima, los caprichos de la niebla, de los nubarrones, fenómenos que los ancianos y los niños suelen captar mejor que las máquinas más complicadas. Es que el pueblo, me observa una señora francesa, estaba mal construido, colocado a nivel del mar. De acuerdo, le contesto, pero el error fue de los constructores, no de la niña. La señora, obcecada, murmura algo y me mira de costado, con expresión irónica. Ella no da su brazo a torcer, y yo tampoco.
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