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Mi Valparaíso

Mi Valparaíso
por María José Viera-Gallo, desde Valparaíso.
Diario El Mercurio, Revista del Domingo, 
Domingo 20/11/2011
http://diario.elmercurio.com/2011/11/20/revista_del_domingo/revista_del_domingo/noticias/0B301104-52F4-4E14-9389-ACA5AED4FA8D.htm?id={0B301104-52F4-4E14-9389-ACA5AED4FA8D}

Luego de años en Nueva York, la escritora y periodista María José Viera- Gallo volvió a vivir a nuestro país y decidió quedarse en Valparaíso. Un año y dos meses después de esa decisión, muestra su versión personal de la vida en el puerto más famoso de Chile (al menos).    

 Hay ciudades donde da cierto pudor vivir. Ciudades como París o Valparaíso cuyos nombres encierran metáforas anteriores a google map y cuyas calles, sobre-escritas, fotografiadas y filmadas a fuerza de nacer como leyendas suelen morir como clichés; ciudades bipolares, con un alma propia y otra turística y por las cuales -en una cálida tarde de primavera- es probable que te pasees en blanco por el Cerro Alegre, aturdido por la postal animada (restaurada o en vías de, pero postal al fin) que te rodea, y luego dejes el puerto sin otro recuerdo que el de una chorrillana con demasiado huevo en el J. Cruz y una vuelta algo mareadora en barco.

Desde que me instalé a vivir en Valparaíso, en septiembre del 2010, nada de eso ha ocurrido. No buscar souvenir en una ciudad que los regala, puede ser una bendición cuando todos los días ves un desfile non stop de norteamericanos y europeos desembarcando de cruceros similares a Titanics futuristas. Renunciar a explorar el alma de una ciudad única y poco evidente, como alguna vez lo hizo el mítico fotógrafo Sergio Larraín -hoy ermitaño objeto de exposición fantasma en la ex cárcel- o un sinnúmero de escritores igualmente míticos, desde Joaquín Edwards Bello, Juan Luis Martínez a Rodrigo Lira, también es en parte un alivio.

La joya del Pacífico. La tierra de los poetas. La Barcelona sudaca. El puerto Patrimonio de la Humanidad es eso y mucho menos. O mucho más. Supongo que en lugar de adueñarse de la ciudad de otros, cada cual debería inventarse la propia.

¿Tengo yo mi propia versión de Valparaíso? No lo sé, pero es a colores más que en blanco y negro, peatonal y a la vez automovilística, con altos y bajos que me llevan varias veces al día a subir y bajar del cerro al plan, y recorrer esa avenida de palmeras cercada por containers portuarios que cruzan desde el Barrio Puerto y el Casco Histórico al Jumbo de la avenida Argentina. 

Mi Valparaíso empieza en mi casa, ubicada en el antiguo Barrio Inglés, a un costado del Paseo Atkinson. No veo el mar -sólo techos, cerros y un cementerio-, pero no me importa: doy tres pasos y el océano está ahí. Atkinson tiene lindas fachadas británicas, pero no es mi paseo favorito. El Gervasoni o Yugoslavo tampoco. Es cierto, mis hijos corren libremente por sus baldosas persiguiendo gaviotas y perros vagabundos, y aunque tengo la tranquilidad de que ningún auto los va a atropellar, en el verano hay tanta gente que a ratos el efecto es el mismo. A diferencia de Santiago, como una vez me decía la poeta Gladys González, acá sí puedes elegir el silencio y caminar por una calle desierta, una adicción que me ha llevado a descubrir escondites insólitos a sólo pocos metros de mi casa, como el Pasaje Gálvez, un laberinto infinito de callejones que no terminan en ninguna parte y cuyas paredes te podrían aplastar. Este pasaje algo abandonado, decrépito, lindo, me recuerda que las ciudades que más me gustan son justamente las laberínticas; nunca llegas a donde quisieras ir y cuando ya estás ahí no recuerdas a lo que ibas.

Una ventaja de vivir en un cerro -en mi caso, el Concepción- es que siempre puedes bajar. Si todo está mal arriba, abajo está mucho mejor. A diferencia de la mayoría de mis vecinos, evito los ascensores, y -siempre y cuando no sea de noche- "tomo las escaleras". Mi favorita es la que está a la vuelta de mi casa, la escalera victoriana que conecta el Paseo Atkinson con el barrio financiero, por el costado del edificio de El Mercurio y la Bolsa. Al bajar sus amplios escalones de piedra poblados de somnolientos gatos no puedo evitar recordar Montmartre. Al llegar abajo, a la punta de diamante que divide la calle Esmeralda de Blanco y Cochrane, el fantasma parisino desaparece y por un momento tengo un flash de Manhattan, con un edificio, el Reloj Turri, clonado del Flatiron Building. Los puertos siempre te llevan a otra parte y este puerto de inmigrantes aún está viajando. 

CÓMO ME ENAMORÉ DEL PLAN

Una vez abajo nunca quiero volver a subir. Hay algo del plan que me fascina más que las casitas pintadas de los cerros más típicos. Algo desordenado, agitado, liviano, que sólo tienen las ciudades que miran al mar más que a la montaña. Busco cualquier excusa para caminar por Esmeralda, Condell, Pedro Montt. Cruzo antiguas zapaterías, relojeros, galerías con cines B. Los porteños, a diferencia de los santiaguinos, no se miran entre sí como preguntándose cuál es tu lugar en el escalafón del mundo. Si es domingo o miércoles siempre vuelvo de la avenida Argentina con una bolsa de tomates limachinos o algún trapo de las pulgas. Antes de subir, paro en el Bar Inglés. Comida casera, mozos old fashion, mesas de madera de 1900, y un aire fantasmal que me transporta a Buenos Aires. En la misma línea, pero en Salvador Donoso, se encuentra el Pajarito, una fuente de soda histórica, hoy mezcla de bebedores nocturnos y hipsters, que una vez me recomendó el escritor Álvaro Bisama. Beber sin comer es algo muy porteño y, a falta de puestos de comida rápida (es más factible encontrarse con picadas chinas o el famoso Guatón que con cadenas fast food), las exquisitas empanadas fritas de queso de Las Famosas son el mejor tapón de hambre. 

Todos los días se abren restaurantes nuevos en Valparaíso, algunos sorprendentemente gourmet y chic, pero nada supera las picadas del Barrio Puerto. En los alrededores de la plaza Echaurren y la iglesia la Matriz, también conocido como Barrio Chino, se encuentra mi restaurante favorito, Los Porteños II, donde un gratinado de machas a la parmesana basta para querer ponerse una polera que diga I LOVE EL PUERTO. Su aire decadente, aroma a mársicos no identificables, suciedad y borrachos callejeros, me recuerda también por qué viviendo en Nueva York siempre preferí Chinatown a Soho. El Barrio Chino porteño también es peligroso de noche (historias de cuchillos), pero es sede de la disco gay más célebre de Chile, La Pagano, un antro queer que alucinaría al Pedro Almodóvar de la Movida. No existen los puertos conservadores y Valparaíso no es la excepción.

NO DOBLAR A VIÑA

Viviendo en Valparaíso existe la comprensible tentación de doblar hacia Viña, esa prima hermana limpia, ordenada y bien tenida donde algunos quisieran escapar. Esta primavera he aprendido a girar hacia el lado opuesto, la bella Playa Ancha, tomar el borde costero de la Aduana, tirarme un chapuzón en la muy pasoliniana playa San Mateo, descubrir el santuario no ficticio de la Panchita -una niña asesinada unos años atrás en los alrededores, cuyo recuerdo es velado en una animita llena de juguetes- y recorrer la Avenida Gran Bretaña de Playa Ancha, con sus casonas inglesas y verdes avenidas que caen al mar. 

La autodenominada República Independiente es, creo, hasta ahora, el mejor secreto guardado del puerto. Me sorprende que nadie me haya hablado más de este cerro, el más poblado de Valparaíso. Pero supongo que si lo hubieran hecho, me estaría quejando de lo mismo que me hace huir del Cerro Alegre. 

Bajo al mar. En una suerte de deporte extremo local, jóvenes porteños se sientan en las rocas a esperar ser arrojados por la ola. Yo los miro preguntándome si acaso hay algo más demente y poético que eso.

DE VUELTA A LOS CERROS

Retomo las escaleras Concepción hacia el cerro. ¿Quién necesita un gimnasio en Valpo? No hay mejor ejercicio, digestivo, corporal y mental que el de subir peldaños. Los ascensores me dan claustrofobia. Siempre creo que pueden caerse. Los colectivos -lejos los personajes más acelerados de la ciudad- me parecen salidos de una película de acción que va a terminar mal. 

Por primera vez en el día enciendo mi auto para ir a buscar a mi hijo al colegio, un jardín infantil Waldorf de la subida Munich, en el barrio alemán del Cerro Alegre. En mi trayecto me detengo a un costado de la plazuela San Luis a comprar pan integral con semillas en Pan de Magia (la mejor marraqueta es la de la panadería Gula, en el plan). No tengo cash y la dueña me fía. Una de las clásicas ventajas de vivir en provincia, junto a otra que tampoco es innegable: la distancia amable que hay entre mi primera parada en la Biblioteca Infantil Nórdica, una casona inaugurada por una finlandesa amante de los libros, con libros y sala de juegos (todo es Ikea) para niños; ese oasis de librería llamado Metales Pesados en Lautaro Rosas y la mejor pizzería del puerto (y de Chile), Malandrino, en la calle Almirante Montt. 

Mientras el sol cae de picada al mar y a lo lejos, Viña, Reñaca y Concón parecen espejismos de otra región, decido recorrer en auto mi franja favorita de los cerros, la avenida Alemania. Escucho la radio Valentín Letelier, un producto local sólo concebible por gente con aire marino en el cerebro: música no comercial non stop y sin comerciales. 

¿Qué hay en la avenida Alemania aparte de mareadoras curvas? Una sobrecogedora e inesperada vista a la bahía. El panorámico y romántico Mirador Camogli. La plaza Bismark. El sublime Museo de Arte Contemporáneo ex Cárcel. El mejor restaurante en altura del puerto, Espíritu Santo, una deliciosa mezcla de cocina de puerto y de autor ubicada en el cerro Bellavista, cerca de La Sebastiana. Y abajo, las luces de la ciudad brillando igual que flojas luciérnagas. 

Como muchos porteños, me acostumbré a quedarme dormida con esas luciérnagas de fondo y a despertar con el sonido de los barcos que las espantan temprano en la mañana. Después de la primera sirena, las cosas vuelven a ocurrir un poco como el día anterior, aunque jamás de la misma manera.

"Una ventaja de vivir en un cerro: si todo está mal arriba, abajo está mucho mejor".

"No existen los puertos conservadores y Valparaíso no es la excepción". 

"¿Quién necesita un gimnasio en Valpo? No hay mejor ejercicio que el de subir peldaños".

2 comentarios:

  1. Los puertos siempre te llevan a otra parte y este puerto de inmigrantes aún está viajando...‏

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  2. hace casi 7 años que me fui de mi Valparaiso,a vivir a la capital, sin embargo me resisto a decir "marraqueta" para mi siempre será "pan batido",y "no importa, lo compro arriba, cuando llegue a la casa" seré siempre porteña, aunque tenga que celebrar los escasos goles de wanderito, solo con mi familia...nunca te olvido mi Valparaiso.

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