por Héctor Soto
Publicado en La Tercera, 12 de noviembre de 2011
http://blog.latercera.com/blog/hsoto/entry/no_llueve_pero_gotea
Desprestigiado y todo, el sistema político fue capaz de producir este año algunos acuerdos. ¿Podrá articularlos ahora en los temas de educación, presupuesto y reformas políticas?
El paIs ha vivido este año momentos muy tensos en el plano político. El clima de polarización que se comenzó a instaurar ya a fines del año pasado dejó en claro que el sistema institucional estaba llegando a un callejón sin salida. En el contexto del presidencialismo chileno, hay que reconocer que siempre fue difícil gobernar sin tener mayoría parlamentaria. Pero ahora, en el gobierno de Sebastián Piñera lo fue mucho más, luego que la Concertación se demorara más de la cuenta en asumir su rol opositor, que es lo que ha empezado a hacer en las últimas semanas, y se dejara arrastrar por cantos de sirena que la indujeron a apostar por la ingobernabilidad. Eso explica que en un momento varios dirigentes de la Concertación se hayan comprado irresponsablemente la fórmula del plebiscito, que otros hayan sucumbido a sentimientos de culpa muy invalidantes y depresivos a partir de lo que fueron los cuatro gobiernos que la coalición le dio a Chile y que muchos de sus personeros se la hayan jugado por impedir que las instituciones funcionaran. Estas fueron deserciones muy serias. A lo mejor es cierto que el gobierno se manejó en esta crisis con muy poca destreza, pero esta circunstancia no excusa que la conducta opositora haya sido en esta etapa también muy errática y lamentable.
En la lona
Fue eso -no las manifestaciones en la Alameda, no los cacerolazos ni los supuestos síntomas de indignación ciudadana- lo que tiró al sistema político a la lona. En esto es bueno no perder las perspectivas. Históricamente, las democracias se meten en problemas en dos grandes escenarios. El primero es cuando los países dejan de crecer y, por lo mismo, el sector productivo se vuelve incapaz de sustentar las expectativas de desarrollo de la sociedad o las aspiraciones de superación de las personas, que fue lo que ocurrió en el Chile pre 73: sociedades así no tienen ningún destino. El segundo es cuando la clase política se convierte en un tapón porque no sabe, no puede o no quiere generar acuerdos en torno a grandes desafíos nacionales.
¿Estamos en alguno de esos escenarios? La verdad es que no. Por de pronto, no hay parálisis económica; de hecho, esta semana las estimaciones de crecimiento se ajustaron al alza, no a la baja. Pero es cierto que en los últimos meses el país ha estado jugando con fuego en términos de polarización política.
El inmovilismo, sin embargo, no ha sido total. De otro modo no se explicarían acuerdos como los alcanzados el año pasado, en torno al alza transitoria de impuestos por la reconstrucción o a los ajustes a las tasas del royalty minero. Tampoco se entendería el acuerdo entre el oficialismo y la DC para sacar adelante la legislación sobre nueva superintendencia de educación y la agencia de calidad, despachada por el Parlamento en abril pasado y que era un compromiso que quedó pendiente del gobierno de Bachelet.
Este año, la sequía de acuerdos no fue total y, mal que mal, vieron la luz el posnatal de seis meses y la exención del cobro del 7% de salud para una gran proporción de los pensionados. Sin embargo, es evidente que el escenario se volvió muy difícil para consensuar otras iniciativas. La pugna mezclada con negociación que se está dando en estos momentos en el Congreso, en torno al presupuesto para el 2012, es reveladora de lo mucho que se han endurecido las pistas.
Es probable que cuando se discuta la posibilidad de subir impuestos o la adopción de un nuevo sistema electoral aparezcan divergencias todavía mayores. Pero no hay que temerles y es ahí -en el Parlamento, no en la calle ni en las trincheras de la movilización- donde la discusión se tiene que dar, por mucho que a los dirigentes del movimiento estudiantil no les guste y por mucho que los acuerdos transversales le corten la leche a los grupos ultras, que en esto tampoco se pierden: mientras más inoperante sea la institucionalidad, más abonada quedará la cancha para instalar lo que ellos llamen democracia de la calle, que de democrática tiene por supuesto muy poco.
Más política
Si el sistema político, como muchos creen, le quedó chico al país, consideraciones de elemental racionalidad cívica deberían llevar a expandirlo, a extenderlo, a hacerlo más flexible y, en todo caso, más acogedor e inclusivo. Lo que se necesita, por lo mismo, es más política, no menos. Para eso, el país está a la espera de la inscripción automática y el voto voluntario, donde -es cierto- existe el riesgo de sobredimensionar las cosas, porque todo indica que no va a ser por ahí por donde, efectivamente, el sistema político se volverá de la noche a la mañana más dúctil y representativo. Para eso se va a necesitar sintonía más fina y una cuota adicional, tanto de energía como de imaginación política.
A esa misma dirección también debiera apuntar el imperativo de reformar el sistema electoral: a estas alturas, el binominal ya tiene más inconvenientes que ventajas y es absurdo que todo el cuadro político tenga que comprarse rigideces que están asociadas no a lo que los partidos o los parlamentarios efectivamente piensan, sino a los cálculos y cautiverios de la mecánica electoral.
Aunque ya es una victoria que los actores estén conversando, no está en absoluto despejado el horizonte para alcanzar los acuerdos que el país está esperando en materia de educación y presupuesto, de reforma tributaria y reformas políticas. El drama, sin embargo, no está en que existan diferencias. Para zanjarlas de manera civilizada fue que se inventó la democracia, que por otra parte, es el régimen político que al final mejor negocia con la decepción. El problema no es que la gente piense diferente, sino que las sociedades no sean capaces de tomar ninguna decisión, lo cual en Chile siempre significó dejar las cosas como están y chutearlo todo para un mañana que nunca llega.
Desprestigiado y todo, el sistema político fue capaz de producir este año algunos acuerdos. ¿Podrá articularlos ahora en los temas de educación, presupuesto y reformas políticas?
El paIs ha vivido este año momentos muy tensos en el plano político. El clima de polarización que se comenzó a instaurar ya a fines del año pasado dejó en claro que el sistema institucional estaba llegando a un callejón sin salida. En el contexto del presidencialismo chileno, hay que reconocer que siempre fue difícil gobernar sin tener mayoría parlamentaria. Pero ahora, en el gobierno de Sebastián Piñera lo fue mucho más, luego que la Concertación se demorara más de la cuenta en asumir su rol opositor, que es lo que ha empezado a hacer en las últimas semanas, y se dejara arrastrar por cantos de sirena que la indujeron a apostar por la ingobernabilidad. Eso explica que en un momento varios dirigentes de la Concertación se hayan comprado irresponsablemente la fórmula del plebiscito, que otros hayan sucumbido a sentimientos de culpa muy invalidantes y depresivos a partir de lo que fueron los cuatro gobiernos que la coalición le dio a Chile y que muchos de sus personeros se la hayan jugado por impedir que las instituciones funcionaran. Estas fueron deserciones muy serias. A lo mejor es cierto que el gobierno se manejó en esta crisis con muy poca destreza, pero esta circunstancia no excusa que la conducta opositora haya sido en esta etapa también muy errática y lamentable.
En la lona
Fue eso -no las manifestaciones en la Alameda, no los cacerolazos ni los supuestos síntomas de indignación ciudadana- lo que tiró al sistema político a la lona. En esto es bueno no perder las perspectivas. Históricamente, las democracias se meten en problemas en dos grandes escenarios. El primero es cuando los países dejan de crecer y, por lo mismo, el sector productivo se vuelve incapaz de sustentar las expectativas de desarrollo de la sociedad o las aspiraciones de superación de las personas, que fue lo que ocurrió en el Chile pre 73: sociedades así no tienen ningún destino. El segundo es cuando la clase política se convierte en un tapón porque no sabe, no puede o no quiere generar acuerdos en torno a grandes desafíos nacionales.
¿Estamos en alguno de esos escenarios? La verdad es que no. Por de pronto, no hay parálisis económica; de hecho, esta semana las estimaciones de crecimiento se ajustaron al alza, no a la baja. Pero es cierto que en los últimos meses el país ha estado jugando con fuego en términos de polarización política.
El inmovilismo, sin embargo, no ha sido total. De otro modo no se explicarían acuerdos como los alcanzados el año pasado, en torno al alza transitoria de impuestos por la reconstrucción o a los ajustes a las tasas del royalty minero. Tampoco se entendería el acuerdo entre el oficialismo y la DC para sacar adelante la legislación sobre nueva superintendencia de educación y la agencia de calidad, despachada por el Parlamento en abril pasado y que era un compromiso que quedó pendiente del gobierno de Bachelet.
Este año, la sequía de acuerdos no fue total y, mal que mal, vieron la luz el posnatal de seis meses y la exención del cobro del 7% de salud para una gran proporción de los pensionados. Sin embargo, es evidente que el escenario se volvió muy difícil para consensuar otras iniciativas. La pugna mezclada con negociación que se está dando en estos momentos en el Congreso, en torno al presupuesto para el 2012, es reveladora de lo mucho que se han endurecido las pistas.
Es probable que cuando se discuta la posibilidad de subir impuestos o la adopción de un nuevo sistema electoral aparezcan divergencias todavía mayores. Pero no hay que temerles y es ahí -en el Parlamento, no en la calle ni en las trincheras de la movilización- donde la discusión se tiene que dar, por mucho que a los dirigentes del movimiento estudiantil no les guste y por mucho que los acuerdos transversales le corten la leche a los grupos ultras, que en esto tampoco se pierden: mientras más inoperante sea la institucionalidad, más abonada quedará la cancha para instalar lo que ellos llamen democracia de la calle, que de democrática tiene por supuesto muy poco.
Más política
Si el sistema político, como muchos creen, le quedó chico al país, consideraciones de elemental racionalidad cívica deberían llevar a expandirlo, a extenderlo, a hacerlo más flexible y, en todo caso, más acogedor e inclusivo. Lo que se necesita, por lo mismo, es más política, no menos. Para eso, el país está a la espera de la inscripción automática y el voto voluntario, donde -es cierto- existe el riesgo de sobredimensionar las cosas, porque todo indica que no va a ser por ahí por donde, efectivamente, el sistema político se volverá de la noche a la mañana más dúctil y representativo. Para eso se va a necesitar sintonía más fina y una cuota adicional, tanto de energía como de imaginación política.
A esa misma dirección también debiera apuntar el imperativo de reformar el sistema electoral: a estas alturas, el binominal ya tiene más inconvenientes que ventajas y es absurdo que todo el cuadro político tenga que comprarse rigideces que están asociadas no a lo que los partidos o los parlamentarios efectivamente piensan, sino a los cálculos y cautiverios de la mecánica electoral.
Aunque ya es una victoria que los actores estén conversando, no está en absoluto despejado el horizonte para alcanzar los acuerdos que el país está esperando en materia de educación y presupuesto, de reforma tributaria y reformas políticas. El drama, sin embargo, no está en que existan diferencias. Para zanjarlas de manera civilizada fue que se inventó la democracia, que por otra parte, es el régimen político que al final mejor negocia con la decepción. El problema no es que la gente piense diferente, sino que las sociedades no sean capaces de tomar ninguna decisión, lo cual en Chile siempre significó dejar las cosas como están y chutearlo todo para un mañana que nunca llega.
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