(mi scusi Soriano)
Los fuegos de artificio de un verbo arrebatado;
los fuegos fatuos de una retórica apasionada,
los juegos fáusticos de una ambición sin límite;
el jugar con fuego de una soberbia autodestructiva.
Con la ebriedad de un borracho
que en el fondo se desprecia a sí mismo
y que no atina a otra cosa más que mirarse el ombligo,
mientras camina vacilante por el tinglado endeble
en el que ha montado un amargo equívoco
que no es otro que el negocio efímero
de la fama insustancial y el aplauso fácil.
Es en ese estado de cosas
que sobreviene el traspié definitivo,
el momento en que en una enajenada lucidez
da el solemne y definitivo paso en falso
que lo conducirá hasta algo más
que un mero vacío existencial.
Es en esa maniobra en la que lo sorprende
el extremo de una vida que ya no es corta,
la tan anhelada circunstancia en que todo converge
para brindarle un atisbo de algo parecido a la gloria:
ejecuta así las más inverosímiles contorsiones en el aire,
y su grito interior es acallado, una vez más, por su inefable orgullo.
Mientras el mundo, por última vez, da vueltas en torno a él
remata un esbozo de frase grandilocuente en tono altisonante
con la que intenta despedirse de su público estupefacto,
el que fiel, lo acompaña en esta hora solemne
hasta el momento decisivo de una meteórica trayectoria
que lo llevará indefectiblemente a estrellarse
de la forma más teatral y estrepitosa
contra los míticos, y cómo olvidarlo,
trágicos adoquines del barrio París-Londres:
el suelo en el que se pavimenta la leyenda...
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