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Obligados a avanzar entre ensayos, errores, arrepentimiento, rectificaciones. Y si apuramos el paso, tropezamos de forma inevitable.‏

La casa chilena

“Los chilenos están obligados a ordenarse y a trabajar bien para subsistir. Los argentinos, en cambio, pueden descansar en una hamaca mientras el ganado engorda”.
Diario La Segunda,  24/10/2014
por Jorge Edwards
Hace ya largos años visité a Ernesto Sábato, el gran escritor de “Sobre héroes y tumbas” y de tantas otras cosas, en su casa de los alrededores de Buenos Aires. Conversamos con tranquilidad, sin agenda de ninguna especie, de esto y aquello. En una etapa de la conversación, Sábato, sin segundas intenciones, con naturalidad, me preguntó por la diferencia entre Chile y Argentina. Por qué Chile era más ordenado, más ortodoxo en sus soluciones económicas, más previsor que Argentina. Porque Chile, dije, si no recuerdo mal, es un país más difícil, que está obligado a extraer sus riquezas del fondo de la tierra o del mar, y que está sometido, además, a catástrofes naturales constantes. Los chilenos están obligados, por su geografía, por su destino histórico, a ordenarse y a trabajar bien para subsistir. Los argentinos, en cambio, pueden descansar en una hamaca mientras el ganado engorda.
No estábamos en un foro público de economistas y tecnócratas. Estábamos en una mesa amable de jardín, frente a tazas de café. Sábato movió la cabeza y dijo que en una casa rica, como Argentina, los jóvenes podían dispersarse un poco, salir de farra por ahí sin mayores consecuencias, y que en una casa pobre, por el contrario, todos estaban obligados a trabajar y a participar en los gastos. Eran teorías de sobremesa, si quieren ustedes, pero que implicaban una visión de realidades sociales. Estoy convencido de que Chile es y ha sido siempre un país difícil, que plantea enormes desafíos: de agricultores, pero también de mineros, que arriesgan y apuestan, que se encaraman en terrenos escarpados, de navegantes, de exploradores. Hasta los poetas han sido, a su manera, hombres de trabajo y de riesgo, emprendedores en los terrenos de la palabra. Me acuerdo de Pablo Neruda en las madrugadas de Isla Negra, en pleno invierno, izando su bandera, partiendo de compras a El Tabo, y me imagino a Gabriela Mistral a la cabeza de sus liceos, a Pedro Prado en sus construcciones y en sus tierras, a Mariano Latorre en sus clases universitarias, sin lloriquear en ningún minuto, a Baldomero Lillo en las escribanías de las minas.
En más de algún sentido, Chile ha tenido que ser, por su historia misma, un país ordenado, razonable, equilibrado, sobrio, que desconfía de los experimentos exagerados, que puede caer en períodos de euforia y hasta de utopismo, pero que recupera su sabiduría habitual, con una chispa de humor, bastante pronto. Es por eso que hemos tenido algunos economistas inteligentes, bastantes empresarios pragmáticos, ajenos a las luces de la sociedad del espectáculo, y una clase obrera de reconocida calidad. Hubo grandes cabezas políticas en tiempos mejores, y no me dedico a la tarea ingrata de criticar los actuales, pero si estudiaran más a sus grandes antecesores, a un Pedro Aguirre Cerda, a un Manuel Montt o un Aníbal Pinto, no les haría ningún daño. No hablemos, por ahora, de la conducta de los chilenos en sus guerras y en sus guerras internas. Es un tema escabroso y de furiosa actualidad. Hubo reacciones equivocadas, actos odiosos y extremos, pero es probable que la sobriedad de fondo y el sentido chileno de las proporciones hayan permitido, en el balance final, una salida pacífica, en el fondo consensuada, del conflicto.
En el terreno internacional, Chile proyecta la imagen de un país pequeño pero inteligente, confiable, que se desarrolla con paso relativamente firme. Los grandes escritores, artistas, pensadores, ayudan a mantener este prestigio, pero las cifras de la economía, de la educación, del empleo, también son esenciales. Esto significa que tenemos que perseverar y actuar con cuidado, con inteligencia, pero también con fuerte pragmatismo, en todos los terrenos. Por ejemplo, hemos tenido problemas históricos con todos nuestros países vecinos, pero nuestra diplomacia, en líneas generales, ha sido bastante eficaz y correcta. De repente se produce un exabrupto e incluso una metida de pata seria, porque nos falta profesionalismo, no hemos conseguido organizar todavía un servicio exterior eficiente y moderno, como lo demuestra el episodio reciente de nuestra embajada en Montevideo, ejemplo de manejo torpe, no convincente para nadie, de verborrea inútil. Pero salimos de estos episodios con dos recursos: mirar para el lado y difundir los actos de contrición. Es decir, nos movemos entre la hipocresía y el arrepentimiento, y seguimos cabalgando.
Existen toneladas de mediocridad, pero la casa chilena sigue ordenada, hospitalaria. Se presentan de cuando en cuando algunos termocéfalos rabiosos, algunos encapuchados que lanzan piedras en lugar de abrir sus libros de estudios, pero la cordura termina por dominar. Si la conciencia de nuestro destino y de nuestras posibilidades como país fuera más clara, perderíamos menos tiempo, pero estamos obligados a avanzar entre ensayos, errores, arrepentimiento, rectificaciones. Y si apuramos el paso, tropezamos de forma inevitable.

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