El mérito y la libertad de espíritu son dos ideas que cualquier persona de derecha podría suscribir. Pero en los hechos, la derecha chilena no siempre ha coincidido en ello.
por Hugo Herrera -
LA POLITICA requiere representación, vale decir, que algunos sean capaces de encarnar las voluntades de muchos. Hace tiempo que los líderes más agudos de derecha se dan cuenta de que ella anda sin relato. En la medida en que la posibilidad de representar grandes grupos pasa no sólo por el carisma, sino por la existencia de un discurso, hay que inferir que la derecha tiene un problema en su capacidad representativa. Tal vez por eso los esfuerzos de sus personeros deban muchas veces centrarse antes en esquivar la discusión que en dirigirla.
Pero, ¿qué ideas representa la derecha chilena? Quizás haya dos, en las que todos quienes son de derecha podrían coincidir. No son las únicas (y seguramente haya que formularlas mejor). Pero ensáyese el ejercicio de probarlas. Me refiero al mérito y a la libertad del espíritu.
Se trata de ideales burgueses, pero no limitados a una clase particular. El triunfo de la democracia burguesa radica en que ella ha logrado incluir entre los burgueses a grandes masas de población, disolviendo su potencial revolucionario. Son ideales, por tanto, altamente convocantes y mayoritarios.
En los hechos, nuestra derecha no ha coincidido siempre en esas ideas. Ha conspirado, incluso, contra ellas. En la derecha aún hay clasismo, defensa de intereses corporativos y un conservadurismo que se resiste a todo lo nuevo en la cultura. También, se confunde la necesidad de generar condiciones para que el esfuerzo sea justamente retribuido, con el mero exitismo.
Con todo, sin duda, los mejores momentos de la derecha son aquellos en los que se ha articulado para encarnar esas dos ideas.
Escribía Jaime Guzmán en 1972: “La estructura tradicional de la empresa debe ceder su paso a otra más justa y más humana”. Indicaba que “al capital privado” debe reconocérsele “un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas”. Agregaba la necesidad de establecer “los mecanismos adecuados para que quienes trabajan en una unidad productiva tengan efectiva participación en la gestión, propiedad y utilidades de ella”. Alejado de la defensa de intereses oligopólicos, Guzmán trataba de resguardar una esfera de reconocimiento al esfuerzo contra el embate estatista. Otros grandes momentos de la derecha fueron la defensa de la libertad de enseñanza contra la ENU o el trabajo poblacional de los 80, que reemplazó la tradicional caridad de señoras de clase alta por un compromiso auténticamente político.
De estas dos ideas y los ejemplos que las refrendan podría obtenerse el criterio para el desarrollo de un discurso y una praxis capaces de abrir el panorama político hostil que la derecha enfrenta y darle renovado poder de representación democrática.
A la luz de ese criterio uno podría iluminar las acciones y palabras de Carlos Larraín o Laurence Golborne y preguntarse: ¿Realizan, y en qué medida, aquellas ideas? También orientar el trabajo en la campaña presidencial. O despejar, en el discurso de los centros de estudio de derecha, lo que es mera reiteración de fórmulas de guerra fría y defensa de intereses particulares, de las ideas capaces de articular representativamente al pueblo.
Pero, ¿qué ideas representa la derecha chilena? Quizás haya dos, en las que todos quienes son de derecha podrían coincidir. No son las únicas (y seguramente haya que formularlas mejor). Pero ensáyese el ejercicio de probarlas. Me refiero al mérito y a la libertad del espíritu.
Se trata de ideales burgueses, pero no limitados a una clase particular. El triunfo de la democracia burguesa radica en que ella ha logrado incluir entre los burgueses a grandes masas de población, disolviendo su potencial revolucionario. Son ideales, por tanto, altamente convocantes y mayoritarios.
En los hechos, nuestra derecha no ha coincidido siempre en esas ideas. Ha conspirado, incluso, contra ellas. En la derecha aún hay clasismo, defensa de intereses corporativos y un conservadurismo que se resiste a todo lo nuevo en la cultura. También, se confunde la necesidad de generar condiciones para que el esfuerzo sea justamente retribuido, con el mero exitismo.
Con todo, sin duda, los mejores momentos de la derecha son aquellos en los que se ha articulado para encarnar esas dos ideas.
Escribía Jaime Guzmán en 1972: “La estructura tradicional de la empresa debe ceder su paso a otra más justa y más humana”. Indicaba que “al capital privado” debe reconocérsele “un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas”. Agregaba la necesidad de establecer “los mecanismos adecuados para que quienes trabajan en una unidad productiva tengan efectiva participación en la gestión, propiedad y utilidades de ella”. Alejado de la defensa de intereses oligopólicos, Guzmán trataba de resguardar una esfera de reconocimiento al esfuerzo contra el embate estatista. Otros grandes momentos de la derecha fueron la defensa de la libertad de enseñanza contra la ENU o el trabajo poblacional de los 80, que reemplazó la tradicional caridad de señoras de clase alta por un compromiso auténticamente político.
De estas dos ideas y los ejemplos que las refrendan podría obtenerse el criterio para el desarrollo de un discurso y una praxis capaces de abrir el panorama político hostil que la derecha enfrenta y darle renovado poder de representación democrática.
A la luz de ese criterio uno podría iluminar las acciones y palabras de Carlos Larraín o Laurence Golborne y preguntarse: ¿Realizan, y en qué medida, aquellas ideas? También orientar el trabajo en la campaña presidencial. O despejar, en el discurso de los centros de estudio de derecha, lo que es mera reiteración de fórmulas de guerra fría y defensa de intereses particulares, de las ideas capaces de articular representativamente al pueblo.
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