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Que les llueva finito


por Antonio Gil
Diario Las Últimas Noticias
Jueves 29 de enero de 2015

Este verano chileno la muerte ha bajado, o subido,
con su sombrero de paja y su canasto de mimbre
para hacer una buena cosecha de escritores.

Esos mismos que, vivos valen casi nada
en el estante de los reconocimientos
y que cobran, gracias a «la desnarigada»,
como la nombran los mexicanos,
un cierto halo pasajero de afecto.

E incluso una que otra real o fingida
muestra de congoja en las notas necrológicas.

Hay los que se conocen recién,
de pronto, simplemente porque se han ido,
como es el caso del poeta suicida Pedro Montealegre,
y otros que culminan su áspero viaje tras largas agonías,
como Pedro Lemebel o la querida Guadalupe Santa Cruz.

Como se ve, este mes le ha ido bien a Madame La Mort,
esa viejísima cabrona que nos mira mientras nosotros,
sabiendo que viene en camino a tocarnos la puerta,
vivimos y habitamos como si no existiera.

El poeta italiano Cesare Pavese alguna vez dijo:

«Vendrá la muerte y tendrá sus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto».

Y, claro, siempre está ahí presente,
para taxistas, dermatólogos 
o reponedores de supermercado,
viviendo en cada respiro y cada gesto.

Pero algo misterioso ocurre con los escritores,
algo que sólo se evidencia cuando se ausentan:
casi nadie de verdad los quiere.

Representan un estorbo, una exigencia,
para muchos la escolar obligación de leerlos
para la prueba del martes.

Grandes cultores como son
de enemistades y enconos,
cuando llega la mala hora
se produce primero un vacío,
un silencio raro,
y luego un clamor de plañideras
compuesto por sus más cercanos
y asiduos admiradores y lectores,
junto a un odioso despliegue de hipocresía
de rivales que se retractan con una sonrisita
en los labios de las barbaridades dichas ayer.

La muerte de un escritor,
por motivos que desconocemos,
es un suceso extraño.

Nadie escribe en el vidrio
de ningún bus del Transantiago
«Adiós, compañero y amigo, Pedro Lemebel»,
por ejemplo, como lo hacen los choferes
cuando se les muere un colega;
nadie, tampoco, dispara ráfagas de metralleta
como es costumbre brava entre los narcos
en sus rituales magníficos del Metropolitano,
acompañados de aceleradas de motos
de cilindrada descomunal.

Todo aquí es de papelito,
de notitas tontas que desean buen viaje (¿adónde?)
y otras boberías de ese tipo.

No hay potencia alguna en esos actos.

Algunos faraones, que saben de esto,
como Armando Uribe, 
ya se domicilian en sus pirámides
y esperan tendidos con los brazos cruzados
sobre el pecho.

A Lemebel sólo nos unió
el ser vecinos de asiento
en un interminable viaje en avión
a algún lugar remoto.

Con Guadalupe Santa Cruz
estuvimos juntos en la querida Bolivia
y caminamos por las solitarias calles de Andacollo,
donde nos confidenció que quería que cuando 
se muriera le pusieran mapas, muchos mapas en su cajón.

Mujer fina, divertida, inolvidable.

Al Montealegre suicida nunca lo vimos.

A todos ellos desde aquí les deseamos
-como lo hizo un poeta-
«que les llueva finito».

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