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Día de matrícula


por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias
Martes 20 de enero de 2015

Al parecer se ha asentado la costumbre de que los estudiantes
vayan acompañados por sus padres a matricularse en la universidad.

En los diarios se han publicado fotos de eso,
imágenes que irradian emociones difíciles de interpretar:
todos sonríen, pupilos y apoderados,  pero 
en esas sonrisas satisfechas hay una sombra de resignación.

En el fondo, el paso iniciático que supone esa ceremonia
encierra una paradoja, ya que es un festejo de las oportunidades
y un triunfo de la voluntad y los méritos,
pero a la vez es una sumisión al destino.

Así las cosas, la compañía de los padres,
como en un rito sacrificial salvaje y antediluviano,
le agrega al acto una nota dramática.

Antes uno llegaba solo al degolladero.

Es más: era motivo de burla
que alguien llegara con su mamá o su papá.

Las sonrisas de haberlas, 
pues todo era un poco más gris-
desde luego se relacionaban
con el pavoneo de la virtud académica,
pero también con el oxígeno de la independencia.

Matricularse, acarrear expedientes de un edificio a otro
y firmar cuanto pagaré nos pusieran por delante
eran claros signos -muy tristes, por lo demás,
pero no lo sabíamos- de haber cambiado de edad.

Además, para los estudiantes que veníamos de provincia,
el destete era absoluto e incluía pellejerías de autosuficiencia,
duros aprendizajes de adaptación y, por cierto, pena de extrañamiento.

Lo que no ha cambiado 
es la tramposa alegoría implícita
en el día de la matrícula universitaria.

Hoy como ayer, el cuadro representa 
una entrada alegre de los jóvenes al porvenir,
pero esconde que el tal porvenir suele ser
un cuento chino donde sólo se oye
«el ruido y la furia» de Shakespeare.

Así como todos los funerales incluyen
la inminencia de una comedia
o, por lo menos, de algún chascarro,
los casamientos y en general
las ceremonias optimistas o iniciáticas
tienen un aire pesado que las congela
en una nostalgia anticipada, proyectada 
hacia los tropezones y vacíos del futuro.

Al entrar en la universidad,
los estudiantes entran en el sueño de la juventud,
pero a la vez entran en la moledora de carne,
entregados como buenos corderos
a la fábrica de la madurez.

«Juventud, divino tesoro»
es un verso que se canta con alegría,
aunque el poema de Darío es lo más triste que hay.

No sé desde cuándo 
se asocia el ingreso a la universidad
con el ámbito de las ilusiones románticas,
los ideales juveniles, las ensoñaciones,
pero supongo que algo tuvo que ver en ello
la mercantilización de la educación.

A fin de cuentas, vender una carrera
es como vender cualquier cosa
y, para ello, la palabra «sueño» viene de perlas:
alude a cosas íntimas y genuinas.

Martín Rivas, por ejemplo,
no entró en la universidad para cumplir sueños
o tocar la flor azul de Novalis, sino para
ascender socialmente y «ser alguien».

El poeta Horacio, por su parte,
hace más de veinte siglos,
llegó a estudiar a Atenas
gracias a los incansables esfuerzos
de su padre liberto, pero no me lo imagino
«ilusionado» con eso: más bien lo veo 
resignado al deber de hacerse hombre,
sin que ello le impidiera disfrutar
sus últimos días de inocencia
y prepararse para una madurez sui generis:
una vida gloriosa, hecha de instantes
y exenta de planes para el futuro.

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