Si es que no me falla la memoria, trabé amistad con Pedro Lemebel el año 2002. Vivíamos en el mismo barrio, que en esa época era distinto al de ahora, y a veces coincidíamos almorzando en Di Simoncelli, un restorán a cuyos dueños les debo mucho más que una alimentación sana y generosa. Cierta tarde, me atrevería a decir que de primavera, irrumpí en su mesa para decirle no sé qué cosa acerca de su literatura. Fui bien recibido -por aquel entonces Lemebel tenía fama de ser un personaje brutal, bastante temido por los periodistas del medio rupturista en donde publicaba sus crónicas-, y desde ahí en adelante nos seguimos topando casualmente, en general andando solos por las inmediaciones del vecindario. Hubo ocasiones en que bebimos y fumamos juntos, pero jamás conocí al escritor zafado y furibundo que era capaz de insultar a quien fuese sin mayor provocación.
Para mí, Pedro Lemebel fue siempre un tipo tranquilo, un hombre de hablar pausado, más bien gatuno, que pestañeaba con una inigualable coquetería.
De su obra puedo decir algo más. Tal vez debo comenzar mencionando la valentía y el desparpajo, dos componentes fundamentales en su propuesta. Luego, indudablemente, he de referirme al humor, ese bien tan escaso entre los autores chilenos de su generación. Y aquí hay que redundar: entre tanto petimetre que se otorgaba la suficiencia del escritor consagrado, entre tanto falsario que se desgañitaba por ser considerado un escritor hecho y derecho, Lemebel se distinguió precisamente por lo contrario: no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, e incluso se reía de los muy dramáticos episodios de su biografía proletaria. ¿Quién llegó más lejos? No es necesario responder, aunque tampoco está de más recalcar aquí una de las revelaciones clave que deja tras de sí Lemebel: la solemnidad, la impostación, el engolamiento y la siutiquería, en lo que a la creación literaria concierne, son las cartas de presentación del mediocre.
Pedro Lemebel fue un pájaro raro.
Pedro Lemebel fue un pájaro raro.
Me cuesta pensar en otro escritor cuya característica principal fuese la de estar hecho de talento puro y rebosante. Lo anterior tuvo mucho que ver con una de las máximas virtudes de su escritura: la creación de lenguaje.
Denostador de cualquier academia o de los academicismos y las pedanterías que ésta suele producir en mayor cantidad que la deseable, nuestro hombre se paseó incluso por Harvard predicando su evangelio. En ello pudo existir una paradoja, mas no una contradicción, puesto que Lemebel fue también un inventor notable.
Imagino que aquellos a quienes la figura desfachatada del autor les producía y les sigue produciendo repulsión -por comunista, por maricón, por deslenguado, por ateo-, jamás repararon en la inusual proeza de nacer en el Zanjón de la Aguada y, a punta de genio intrínseco, llegar hasta Harvard para hablar de sí mismo. Voló lejos nuestra libélula estridente, es cierto, pero no por ello perdió simpatía, cordura o sencillez.
Leemos hoy -y volveremos a leer mañana- que por qué diablos no le dieron el Premio Nacional de Literatura cuando aún había tiempo. Poco importa, a estas alturas, que el poder lo haya ignorado con la proverbial ceguera que distingue a quienes lo detentan. Por lo demás, y a juzgar por los últimos favorecidos en narrativa, el mencionado galardón no estaba a la altura de los talentos de Pedro Lemebel. Más que un reconocimiento, tal vez habría significado un desmerecimiento.
Hace un par de años, luego de enterarme por la prensa de la enfermedad que lo torturaba, le escribí a Pedro un e-mail. Me emociono ahora al releer su respuesta. Hay coraje en sus palabras. Así como hubo derroche de coraje en su existencia. Y de nuevo aletean, siempre juguetonas y llenas de vida, las palabras con que en esa ocasión se despidió: “Enamórate baby hasta las patas. Y escribe… hasta llorar”.
Hace un par de años, luego de enterarme por la prensa de la enfermedad que lo torturaba, le escribí a Pedro un e-mail. Me emociono ahora al releer su respuesta. Hay coraje en sus palabras. Así como hubo derroche de coraje en su existencia. Y de nuevo aletean, siempre juguetonas y llenas de vida, las palabras con que en esa ocasión se despidió: “Enamórate baby hasta las patas. Y escribe… hasta llorar”.
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