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La tentación del fracaso


"Ahora, transcurrido casi un mes, sé mucho más del personaje Ribeyro y de su escritura, del individuo y de su prosa, de lo que él fue y de lo que nos dejó escrito, concluyendo que me gustan por igual y que ambos -el individuo y su escritura- son enteramente inseparables..."


Sabía poco de Julio Ramón Ribeyro. Muy poco. Que era un escritor peruano tan bueno como Vargas Llosa, y que en caso de haber vivido y escrito más allá de los 65, la edad en que murió, también podría haber ganado el Nobel. Que había dejado unos diarios de título tan insinuante como "La tentación del fracaso". Que de esos diarios se había publicado solo una parte y que estaban agotados hace mucho tiempo. Que me los iban a prestar. Que nunca me los prestaron. Que en Chile, con el sello de la UDP, se había publicado "Un hombre flaco", el retrato que Daniel Tittingen hizo del escritor peruano. Que luego de leer ese electrizante ensayo, el personaje Ribeyro se me hizo tremendamente atractivo, y que era imprescindible conseguir sus diarios. Hasta que la mañana del domingo previo a la última Navidad me acerqué a ese barrio rojo del libro que es el Drugstore de Providencia y sus alrededores, con la idea de comprar "Los derechos del alma", el libro del historiador cubano Rafael Rojas que trata de las disputas entre liberales y conservadores, y que al encontrar cerradas todas las librerías tuve que contentarme con mirar impotente sus escaparates a oscuras para descubrir en uno de ellos el grueso volumen de "La tentación del fracaso". Y que al acercar la mirada al cartelito con los horarios de atención de la librería advertí que no abría los domingos, aunque albergué la esperanza de que ese día hiciera excepción a la regla. Y que deambulé por el sector, pasando una y otra vez frente a las puertas cerradas del Tavelli, en cuyo interior los mozos fregaban el piso e instalaban las mesas con exasperante lentitud para la urgente necesidad de cafeína que tenía en ese momento. Y que la librería abrió finalmente y pude tener "La tentación del fracaso". Y que lo que había ocurrido esa mañana era lo que se llama "serendipity": sales a buscar algo que consideras importante y que no encuentras (en este caso el libro de Rojas), pero hallas algo valioso que no tenías en mente ni calculado encontrar en ese momento.

Ahora, transcurrido casi un mes, sé mucho más del personaje Ribeyro y de su escritura, del individuo y de su prosa, de lo que él fue y de lo que nos dejó escrito, concluyendo que me gustan por igual y que ambos -el individuo y su escritura- son enteramente inseparables, mucho más de lo que suele ocurrir con el común de los narradores de quienes tenemos la suerte de conocer bien tanto lo que hicieron con su vida como con su pluma.

La cara de Ribeyro recuerda a la de Joaquín Sabina. Caras con noche, porque una cosa es tener noche y otra tener cara de noche. La noche de los que tienen noche no siempre se instala en sus caras. Y uno puede preguntarse, al menos en el caso de Ribeyro, que tuvo tanto noche como cara de noche, qué fue primero, si tener noche o ir por la vida con cara de noche. ¿Fue su cara la que lo llevó a la noche o esta la que le esculpió la cara? En cualquier caso, la correspondencia aquí es exacta, tanta que en el velorio de Ribeyro sus amigos metieron dentro del ataúd un Saint-Émilion cosecha 1954, un sacacorchos, dos cajetillas de Marlboro y un encendedor.

¿Quería el narrador peruano que sus diarios fueran publicados? Póstumamente, seguro. Están demasiado bien escritos como para pensar que los redactaba solo para sí. ¿Y es el diario un género literario? Aquí sí, porque son mucho más que testimonios. Son literatura, formidable literatura, "probablemente la más importante de mis obras", conjeturó el propio autor.

Ribeyro vivió siempre con poco y caminó sin tener un destino claro por las calles de París, Madrid, Berlín, Varsovia, con las solapas levantadas y las manos en los bolsillos, recolectando diarios viejos para tener con qué comprar café y cigarrillos. Podía sentirse feliz y fatal al minuto siguiente. "La eterna oscilación", decía. Feliz si desde un tren en marcha veía el sol de primavera esmaltando los tejados, fatal si poco más allá desfilaban ante sus ojos los galpones de un viejo campo de concentración.

"Un camino equivocado es también un camino", escribió, aunque en su caso bien pudo tratarse del único camino.

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