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La curiosa contabilidad de la muerte

FERNANDO VILLEGAS, A woman attends a demonstration calling on the government to rescue t


En los mismos días cuando tres -¿o cuatro?- extremistas musulmanes “vengaban al profeta” matando en París a 17 personas, entre ellas a casi toda la plana profesional del semanario Charlie Hebdo, lo cual produjo conmoción planetaria, indignación sin límites, concentraciones multitudinarias, marchas asistidas por 40 jefes de Estado, programas de televisión enteramente dedicados al atroz crimen, billones de tuiters, pancartas y cintillos con la leyenda “Je Suis Charlie”, declaraciones de solidaridad, miles de artículos y columnas de prensa y un despliegue policial y militar digno de una movilización por alarma de guerra, en Nigeria una banda de extremistas aun peores que los de París ingresaba a una aldea y procedía a asesinar a balazos y machetazos a dos mil personas. Dos mil. Supimos de la noticia viéndola expuesta como nota secundaria, a la sombra de los grandes titulares relativos a París.
Vale la pena preguntarse si muchos lectores, al enterarse de los detalles de esa masacre perpetrada en escala genocida, sintieron la misma indignación, curiosidad e interés como por las noticias provenientes de Francia. Es probable que no. Tal vez el siguiente pensamiento les recorrió el cerebro: “Otra matanza en un continente de matanzas”.
Y por cierto nadie organizó una concentración masiva en solidaridad con los familiares de las víctimas, ningún jefe de Estado concurrió a Nigeria a ofrecer su pésame, ningún conjunto rock puso a media asta sus guitarras y nadie se puso en la frente un cintillo con la leyenda “Je Suis Nigeriènne”.
Así levanta cabeza, una vez más, una terrible verdad que odiamos recordar y mucho menos mencionar precisamente por lo frecuente de su aparición. Es esta: pese a la hegemonía apabullante del discurso política y moralmente correcto de hoy, el cual pone en la agenda de las urgencias la igualdad o siquiera la equidad como principios básicos del orden social, más aún, como valores fundamentales de la civilización, la inmensa mayoría de los seres humanossigue evaluando no digamos los “derechos” sino la vida misma del prójimo del modo más desigual que cabe concebir, a saber, en estricta relación al grupo al que cada quien, vivo o muerto, pertenece. En eso imitamos la conducta de nuestros antepasados de la Edad de Piedra, quienes se interesaban sólo en su horda y veían como enemigos mortales a los miembros de las demás porque competían por la captura de los mismos frutos caídos de los árboles y los mismos despojos dejados por las hienas. Por una cuestión de supervivencia la vida de los miembros de nuestro grupo, con quienes cooperábamos, era vitalmente importante, pero por la misma razón, aunque a la inversa, la vida de los miembros de otras hordas no valía nada, es más, era un serio peligro.
Ejemplos y emociones
Lo de Nigeria no es sino uno de entre cientos o miles de ejemplos acerca de cuán parcial y acotado es el respeto e interés por la vida humana, cuán predominante la indiferencia hacia el bienestar de quienes no son parte de nuestro grupo de referencia y en verdad y todavía más, cuán fácil el desprecio y el odio hacia estos últimos. De ahí deriva que estas batucadas de solidaridad  como la recién vista en París puedan resultar muy engañosas. No señalan un cambio fundamental y progresista en la percepción del Hombre por el Hombre, sino la vieja indignación de que se dañe a “nuestros” hombres. Agréguese a eso el hecho de que las emociones suelen ser manipulables y hasta postizas.Cambie usted el discurso predominante, los tiempos  y/o los líderes que controlan los micrófonos y la misma masa que lloró y usó el cintillo “Je Suis Charlie” podría haber desfilado con antorchas encendidas saludando al  führer. La masiva efusión de indignación y solidaridad con los valores de Francia y la libre expresión pudo haber sido, con otra convocatoria, la masiva efusión por la pureza racial o un “saquen-a-patadas-a-los-musulmanes-de-nuestro-país”, como ya hacen muchos en Europa. Excepción hecha del pánico extremo, siempre auténtico, a menudo no se sabe qué sentir o qué se debe sentir y se termina “sintiendo” lo que los medios recomiendan como el debido sentimiento.
Si acaso -amén del pánico- hay una emoción sincera es la desconfianza y molestia hacia quienes  no comparten nuestra cultura y sobre todo son pobres. Como los perros, tenemos la costumbre de ladrarles furiosamente a los desposeídos. Y el pobrerío extranjero despierta aun menos simpatía que el propio. De ahí la indiferencia por los anónimos campesinos nigerianos. Lo cierto es que las peripecias vitales de gente desconocida, común y corriente importan poco, salvo a sus familiares. Se necesita la muerte de muchas personas anónimas  en algún horrible accidente -como los de aviación- para que el hecho siquiera se acerque al grado de cobertura mediática y emoción pública que recibe, al contrario, el deceso de los famosos, los conocidos, los con cargos importantes o hasta alguna bataclana o contador de chistes que haya aparecido algunos años en la televisión. En este último caso la ciudadanía presta atención y decide “sentirlo”.
Espontáneamente -esto es, siguiendo gregariamente a los demás- surge una oleada de emocionalidad colectiva y se acude en patota a encender velas, se erige un altar conmemorativo hecho de afiches y rayados murales, se llora a mares y se decreta duelo nacional.
Otros ejemplos de estas diferencias entre el vivir y el morir según quién vive o muere son aun mucho más perturbadores.
Resulta evidente que la muerte a manos de terroristas de UN ciudadano o UN soldado de los países más ricos y poderosos hace sentir a sus gobernantes y conciudadanos que es de toda justicia, para emparejar la cuenta, cobrar la vida de 10 o 100 o 1.000 del pueblo del cual salió el victimario. Y se procede a la debida y masiva acción de represalia.
No nos engañemos; las vidas valen de acuerdo a una escala que coincide estrictamente con el poder y prestigio económico y militar de la sociedad a la que pertenecen sus titulares y a la posición de estos últimos dentro de aquella. Hace pocas décadas hasta el cine de rotativo para niños reflejaba esa ecuación: los “buenos” eran los personajes de origen europeo y/o norteamericano; los “malos”, a quienes se miraba como alimañas, eran todos los demás y a estos se les hacía morir en masa, como moscas, en medio del entusiasmo de la audiencia.
Despliegue oficial
Finalmente estas inundaciones de solidaridad de las que ninguna persona decente tiene derecho a marginarse exhalan cierto aroma a oportunismo político y mediático. Cuando llega el día del amor patriótico proclamado a gritos, la hora de los discursos tonantes y el desfile de autoridades tomadas de la mano como signo de solidaridad, cuando llega ese momento, decimos, lo que ha llegado es la fase en que el verdadero sentimiento, si lo hubo, se convirtió en materia prima de un proceso industrial con el propósito de fortificar el régimen, aplacar conflictos y darle una dosis de jarabe legitimador al reseco bizcocho del poder.
Por eso es que, en Chile, si un deportista gana un premio se lo lleva a un balcón de La Moneda, e igualmente, si alguien notorio se muere, se mandan edecanes al velorio.
En el caso de París ese elemento un poco histriónico y un poco oportunista estuvo realzado por la incoherencia entre el discurso oficial, que hace de Europa el garante de la libertad de expresión, con el hecho de que casi todos los jefes de gobierno que pusieron cara de circunstancias venden armas, apoyan militarmente y sostienen cálidas relaciones con regímenes del Medio Oriente que lapidan a los pecadores, esclavizan a las mujeres y sofocan a toda la población con leyes y mandatos propios de la Edad Media, mientras además y simultáneamente financian las redes que hacen posible la existencia de terroristas como los de París.Pero qué diablos, los negocios son los negocios…

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