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Una Comparación




La enorme ingratitud del hombre 
que no corresponde amor por amor 
y se olvida de cuanto por él ha sufrido 
el Sumo y Eterno Amante, 
se demuestra con esta comparación, 
propuesta por el gran Doctor de la Iglesia, 
San Alfonso María De Ligorio, 
y que quiero reproducir aquí, ampliándola:

Un esclavo, por sus delitos 
fue condenado a muerte por un rey. 

Puesto en la cárcel, 
entre cadenas esperaba temblando 
el momento de ser conducido al patíbulo. 

Pero el rey tenía un hijo único que era toda su delicia. 

Este joven Príncipe, por una bondad incomparable, 
tiempo hacía que había nutrido un gran afecto, 
junto con una gran compasión, por aquel mísero esclavo. 

Habiendo conocido el estado infeliz 
en que aquel se encontraba, 
ya próximo a ser ajusticiado, 
fue invadido por tal dolor, 
por tan tierno y piadoso amor, 
que presentándose ante su padre 
y arrojándose a sus pies, 
con lágrimas y suspiros 
le suplicó que perdonara al mísero esclavo 
y que revocara la terrible sentencia. 

El padre, que amaba 
intensamente a aquel su único hijo, 
fue presa también él 
de un profundo e inaudito dolor 
en lo más íntimo de su corazón, 
y dirigiéndose a su Hijo le dijo: 

"Oh Hijo mío y delicia de mi corazón, 
grande es mi pena por haber sido obligado 
a condenar a muerte a aquel culpable esclavo, 
y tú bien conoces las inevitables exigencias 
de mi tremenda Justicia. 

Tú sabes que Yo no puedo, 
sin gran deshonor mío, 
dispensarme de exigir 
una satisfacción digna 
de mi Majestad ultrajada; 
y la satisfacción puede venirme 
solo de la muerte del culpable, 
pues se necesita que mi Justicia sea satisfecha." 

"Padre mío amantísimo, 
replicó el joven Príncipe, 
es tiempo ya de que Yo os manifieste 
que mi amor por este esclavo es tal y tanto 
que Yo no puedo resistir 
ante el solo pensamiento de su condena; 
por tanto, oh Padre mío, 
ya que vuestra justicia 
no puede revocar la terrible sentencia, 
Yo os pido una gracia, 
pero Vos, Padre mío, 
prometedme que me la concederéis." 

"Hijo mío, agregó el Rey, 
Yo empeño mi palabra 
de que, mientras no me pidas 
algo que pueda lesionar mi Justicia, 
cualquier otra gracia te la concederé." 

Empeñada así la palabra del Padre, 
el Hijo, rompiendo en lágrimas de amor le dijo: 
"Padre mío, Padre y Señor mío, 
aceptad otra víctima y dejad libre al esclavo..." 

"¿Otra víctima?" exclamó el Padre, 
"Oh Hijo mío amadísimo, 
para poder Yo aceptar otra víctima 
en lugar del culpable, 
ésta debería ser no otro esclavo, 
no un ser cualquiera, 
sino una víctima 
digna de mi Majestad ofendida, 
uno igual a mí. 

¿Y dónde encontrar a esta tal víctima?" 

"Héme aquí, héme aquí Padre, 
esta Víctima soy Yo", respondió el hijo. 

"Ecce ego, mitte me (Is. 6, 8). 
¡Mandadme a Mi, 
mandadme a Mí a la muerte! 
¡Muera Yo y viva el esclavo! 

¡Esta es la gracia que os pido 
y que habéis empeñado 
vuestra palabra en concedérmela!". 

Oh momento tremendo... 
El Rey no puede retirar su palabra... 
Su Justicia no puede evitar 
el tener una satisfacción... 
Y queda obligado a aceptar el cambio... y lo acepta. 

Pero el generoso Hijo no está aún satisfecho, 
y le pide a su Padre otra gracia más y le dice: 
"Padre mío, en este momento no podéis negarme nada, 
Yo os suplico que al esclavo culpable 
no solo lo perdonéis de corazón, 
sino que además lo toméis 
y lo recibáis como hijo en lugar mío, 
y lo hagáis partícipe en todos los bienes 
de vuestro Reino y heredero de los mismos." 

¡El Rey y Padre está vencido! 

Traspasado por el dolor 
y profundamente conmovido 
concede todo al Hijo... 

El cual inmediatamente, 
despidiéndose de su Padre y Rey, 
se encamina a la prisión del esclavo, 
hace abrir la puerta, 
quita de sus manos 
las cadenas al culpable, 
lo besa tiernamente, 
lo estrecha a su noble corazón 
con un fuerte abrazo, y llorando le dice: 
"¡Oh esclavo, mira cuánto te he amado! 
Eres ya libre, eres el nuevo hijo 
y el heredero del Rey, mi Padre, 
el cual te acogerá en su seno 
como a mi misma Persona, 
pero Yo voy a morir 
en lugar tuyo 
para satisfacer la Justicia 
de mi Padre y Rey. 

¡Adiós, hermano mío amado, 
hijo de mi dolor y de mi muerte...!

¿Ves cuánto te amo? 
¡Tú pecaste y Yo pago por ti! 

Antes de morir sufriré, 
según la ley del Reino, 
mil torturas, que debías sufrir tú, 
y luego seré llevado al patíbulo! 

Pero una sola cosa te pido: 

Que no te olvides de cuánto te amé 
y de cuánto por ti voy a sufrir. 

No me seas ingrato y me desconozcas, 
prométeme que te recordarás siempre 
de las torturas y de los tormentos 
a cuyo encuentro voy por amor a ti, 
y de la muerte ignominiosa 
que voy por ti solo a sufrir... 
¿me lo prometes?".

En este punto considera, oh lector mío, 
cuál habría sido tu respuesta 
si tú te hubieras encontrado 
en el lugar de aquel esclavo culpable...

Seguramente que arrojándote 
a los pies de tan enamorado Príncipe, 
en medio de un diluvio de lágrimas 
le hubieras dicho: 
" Oh generoso e inapreciable Príncipe! 
¡Ah nobilísimo Corazón, 
rico de inefable Bondad y Caridad! 

¿Qué habéis encontrado en mí 
para amarme hasta este exceso? 

Yo he pecado. 
Yo, miserable esclavo que nada valgo... 
seré libre, seré hijo del Gran Rey, 
partícipe de los bienes de su Reino, su heredero... 

Mi infelicidad será cambiada 
en una suerte tan inmensamente grande 
que no podría ni soñarla! 

¡Y todo esto sólo porque Vos 
os habéis ofrecido 
a sufrir y a morir por mí, 
oh generosísimo Amante mío! 

Y ahora Vos, en este momento 
en que os encamináis 
al encuentro de los tormentos 
y de la muerte en el Patíbulo por amor mío, 
me pedís de favor que yo no olvide 
vuestros dolores y vuestra muerte, 
ni el amor con el que, 
para hacerme feliz los abrazáis. 

Ah mi ternísimo Amante, 
¿cómo podré jamás olvidarlos? 
¡No, no! 

¡Desde este momento mi vida 
no será sino una vida de lágrimas, 
pensando en cuánto habéis sufrido 
y la muerte que habéis encontrado por amor mío! 

¡Os prometo, os juro 
que recorreré todos los días 
el mismo camino 
por el que ahora vais a morir, 
me postraré sobre vuestra tumba, 
y ahí pensaré en vuestro amor, 
en las ternuras para mí 
de vuestro nobilísimo Corazón; 
tendré continuamente en mi pensamiento 
las torturas que, por el riguroso decreto Real, 
me correspondía sufrir, y que Vos 
las habéis querido sufrir en lugar mío. 

Meditaré continuamente en la agonía mortal, 
en la muerte lenta e ignominiosa 
que os será dada ante todo el pueblo. 

Y quiero tanto llorar y amaros 
que querré morir de dolor 
sobre vuestra tumba!".

Mi querido lector, mi devota lectora, 
vosotros habéis ya comprendido 
todo el significado de esta comparación, 
la cual, por cuanto conmovedora sea, 
está aun inmensamente lejana 
de poder representar 
los extremos de amor 
del Hijo Eterno de Dios 
por el hombre. 

Y no sólo por toda la humanidad, 
sino por cada alma en particular.

Cada uno de nosotros 
es ese esclavo culpable ante Dios, 
que es el Rey del Cielo y de la tierra; 
esclavo digno y merecedor 
de eterna muerte y eternos tormentos... 

El Hijo Unigénito de Dios, 
delicia eterna del Eterno Padre, 
lleno de amor infinito 
e incomprensible por este esclavo, 
se presentó al Padre y le dijo: 

"Padre mío, tu Divina Justicia 
exige una víctima digna de Ti 
para poder liberar a este mísero esclavo. 

Nadie podrá jamás darte 
tan digna satisfacción, excepto Yo. 

¡Pues bien... 
Muera Yo y viva el esclavo! 
"Ecce ego, mitte me". 

"Héme aquí envíame a la tierra, 
fórmame un cuerpo pasible, 
en el cual yo pueda experimentar 
los más atroces, 
los más inauditos tormentos 
y la muerte más dolorosa e ignominiosa 
por amor de este esclavo. 

Quiero ponerme enteramente en su lugar, 
me haré Yo el esclavo, me haré encadenar, 
me haré arrastrar a los tribunales, 
me someteré al juicio de inicuos jueces; 
de inocente pasaré a ser declarado reo y malhechor; 
pues quiero demostrar a este mísero esclavo 
hasta dónde llega mi amor por él. 

Y con tal de que él sea libre y feliz, 
Yo me haré ultrajar, golpear, maldecir; 
me haré el oprobio, el vituperio de todos; 
seré semejante a un gusano que todos pisotean; 
pero te suplico, oh Padre mío, que el esclavo, 
siempre y cuando te sea fiel y agradecido, 
entre en tu Gracia como mi misma Persona, 
que Tú lo ames como me amas a Mí mismo, 
que él sea hijo adoptivo, 
que todos nuestros bienes eternos 
se los participes en vida y después de la muerte; 
que por los méritos de mi muerte en Cruz, 
él sea enriquecido de gracias, 
sea confortado en sus penas, 
le sean aliviados 
los indispensables dolores de la vida, 
le sirva de mérito eterno 
la misma necesaria penitencia por el pecado; 
tenga, en el final de su vida, 
una muerte tranquila y preciosa,
y, de ahí, venga a reinar con Nosotros 
eternamente en nuestro mismo gozo."

Y así, o bastante mejor que así, 
habló el Verbo Divino a su Padre. 

Y el Padre, encendido de un igual amor 
por el mísero esclavo culpable que soy yo, 
que eres tú, oh lector o lectora míos, 
le concedió todo lo que con lágrimas, 
suspiros y clamores le pidió. 

Como dice el Apóstol: 
"Oravit cum lacrimis et clamore valido, 
et exauditus est pro reverentia sua." 
(Oró con lágrimas y clamor válido, 
y fue escuchado con reverencia. Hebreos 5, 7).

Y así sucedió que por este mísero esclavo rebelde, 
el Santo de los Santos, el Impecable, el Inocentísimo, 
el Cordero Inmaculado, se dio a toda clase de sufrimientos 
y vivió treinta y cuatro años ahogado en inefables penas, 
nunca interrumpidas ni por un solo instante, 
penas en el alma y en el cuerpo, 
y que luego todas se reunieron 
en su tremenda Pasión 
desde la tarde del Jueves hasta el Viernes Santo, 
en el que expiró como el más abyecto 
y el más nefando de los culpables, 
sobre el patíbulo, entonces infame, de la Cruz.

¡Oh hombre! 
¿Cómo podrás tú olvidar cuánto te amó 
y cuánto sufrió y soportó tu Divino Eterno Amante? 

¿No eres tú, no soy yo, 
más duro que el granito 
y más cruel que la más feroz bestia 
si olvidamos lo que Jesucristo, 
Sumo Bien, padeció por nuestro amor? 

Considera, oh alma cristiana,
que Jesús yendo a morir y a sufrir por ti, 
te haya dicho como aquel joven Príncipe 
de la misteriosa narración: 

"Oh hijito mío, ah alma 
que Yo voy a redimir 
derramando toda mi Sangre, 
esta correspondencia 
y esta compensación de amor te pido: 
Que no olvides cuánto habré sufrido por amor tuyo. 

Recuérdate a menudo de los dolores, 
de las heridas y de las llagas 
de mi cuerpo santísimo, a que me someteré. 

Recuérdate que para arrancarte de la muerte eterna 
venceré una tal lucha con la humana repugnancia 
al sufrir y al morir que agonizaré y sudaré sangre. 

¡Ah, recuérdate de cuánto me cuestas! 

Recuérdate de cómo, por amor tuyo, 
presentaré mi adorable rostro a los golpes, 
a las escupitinas, a los crueles tirones de mi barba, 
a los puñetazos; mira esta corona de espinas 
que me traspasará la cabeza 
con penas tales que ni criatura humana 
ni angélica comprenderá jamás... 

Pero he aquí que ya me condenan a muerte, 
como indigno ya de vivir; 
he aquí que me cargan con la pesantísima Cruz... 

Adiós, hijito mío amado, delicia de mi Corazón, 
no más esclavo, sino heredero de mi Reino, adiós..., 
otros tormentos más atroces me esperan, 
seré extendido horriblemente y clavado 
a un madero en cruz, estaré tres horas 
en una agonía tan terrible, 
tan desprovisto de todo socorro, 
tan abandonado por todos, 
hasta por mi Padre, 
tan miserable y oprimido 
en el alma y en el cuerpo... 
que estas tres horas no serán tres horas, 
sino tres siglos de dolores. 

Todo, todo lo voy a sufrir por ti, por amor tuyo. 

¡Pero no me seas tan ingrato 
que olvides mi sufrir y mi morir! 

Yo recorreré contento la Vía Dolorosa, 
llevaré contento la Cruz, 
contento abrazaré las terribles agonías 
que me esperan, me será ligera 
la ignominiosa y amarguísima muerte, 
con tal de que tú me prometas 
que no olvidarás mi sufrir ni mi morir, 
ni el amor infinito con el que, por ti, 
tanto a uno como a otro me someteré!"

¡Alma! 
¿Qué cosa habrías respondido tú 
en aquel momento a tu Dios, 
a tu Divino y amorosísimo Redentor?

Jesucristo, 
verdadero Hombre y verdadero Dios, 
tuvo todo presente. 

El vio la frialdad 
e indiferencia inexcusables 
de quienes nunca, o casi nunca, 
meditan en su adorabilísima Pasión y muerte, 
y también tuvo presente el piadoso y santo fervor 
de aquellas almas que de esta salutífera 
y obligada meditación hacen su alimento cotidiano. 

Subió al Calvario con el Corazón desolado 
por los primeros y experimentó un consuelo 
por la fidelidad y el amor de las segundas. 

¿Y qué cosa vio Él de ti, oh mi lector, oh mi lectora? 

¿Eres tú el esclavo redimido con tantas penas, 
que olvidas quién te redimió y lo que por ti 
sufrió tu Redentor, para pasarla distraído 
entre bagatelas y vanidades del mundo, 
y renuevas al Amante de las almas 
todos sus padecimientos y su atrocísima muerte 
con tus pecados y con tu ingratitud y olvido?

¡Ah, meditemos, meditemos diariamente 
en la Pasión adorable 
del amantísimo Redentor nuestro Jesús! 

"Non debet nos taedere meditare quod Christus 
ipsum non taedit tolerari". ¡No nos cansemos de meditar 
en lo que Jesucristo no se cansó de soportar por nosotros!

La meditación de la Pasión Santísima 
de nuestro Señor Jesucristo 
produce bienes inestimables 
en quien la hace diariamente. 

Esta meditación 
enciende el alma de amor y gratitud; 
produce la verdadera 
y perfecta contrición de los pecados, 
esto es, el arrepentimiento 
no por temor a los castigos, 
temporales o eternos, 
sino por el motivo del puro amor a Dios; 
desapega de las cosas terrenas; 
aleja el pecado, el cual no puede subsistir 
con esta santa meditación; 
mortifica sin violencia 
y por vía de amor las pasiones; 
purifica el espíritu; 
infunde la Ciencia y la Sabiduría, 
suscita grandes deseos de perfección; 
fortifica al alma en el sufrimiento; 
aumenta de día en día la gracia santificante; 
acelera la perfecta unión con Dios... 

"¡Oh hombre –exclama San Buenaventura -, 
¿quieres siempre crecer 
de virtud en virtud, de gracia en gracia? 

¡Medita diariamente la Pasión del Redentor!" 

El alma que medita con amor 
diariamente la Pasión 
de nuestro adorable Redentor 
y Sumo Bien de nuestros corazones, 
y que la medita, se puede decir, 
en compañía de Jesús penante, 
Jesús la asiste, la transporta, 
la llena de compunción, 
la compenetra, la ilumina, la inflama, 
y frecuentemente le comunica 
el don tan precioso de las lágrimas, 
ese don que es una 
de las ocho bienaventuranzas en esta tierra, 
pues nuestro Señor Jesucristo dijo: 
"Beati qui lugent", Bienaventurados los que lloran.

Y oh, cuántas almas elegidas, 
meditando cotidianamente 
en las dolorosas escenas de la Pasión, 
finalmente, de la arideces han pasado 
a la profunda conmoción de los sollozos, 
del llanto y de los suspiros. 

Quiera también a nosotros el Sumo Bien 
darnos tan grande gracia, 
dándonos la santa perseverancia 
en esta amorosa meditación.

Leemos de un San Francisco de Asís 
que por el tanto llorar sobre la Pasión 
de nuestro Señor se quedó ciego. 

El Profeta Zacarías, 
como si tuviera presente todas las lágrimas 
que habrían derramado en el tiempo del cristianismo 
las almas amantes de Jesucristo sobre sus penas, 
y todos los lamentos que habrían elevado, dijo: 
"¡Y se llorará sobre Él como suelen llorar las madres, 
las muertes de sus unigénitos!" (Zac. 12, 10).

Yo no sé si entre los signos 
de predestinación a la vida eterna 
haya alguno mayor que éste; 
por eso el Apóstol dijo 
que si compadecíamos a Jesucristo, 
seríamos con El glorificados. 

Y si ahora lloramos 
y nos interesamos por los padecimientos, 
por las ignominias, por las angustias 
sufridas por Jesucristo por amor nuestro, 
es muy justo que un día participemos 
también de su gozo y de su eterna felicidad.

Otro gran provecho de meditar diariamente 
en la Pasión de nuestro Señor Jesucristo 
es el del más eficaz medio 
que se adquiere para obtener 
toda gracia del Eterno Padre. 

Quien se familiariza 
con los misterios de la Pasión de nuestro Señor, 
los cuales son innumerables, 
adquiere como un derecho 
de presentarse ante el Divino Padre 
y pedirle todo lo que quiera. 

Fue esta también 
una revelación de nuestro Señor Jesucristo 
a Santa Gertrudis: "Mi Padre –le dijo- , 
no puede negar nada 
que se le pida en virtud de mi Pasión. " 

Y no debemos olvidarnos 
que el objeto principal 
de nuestro Señor Jesucristo 
en su inmenso sufrir y humillarse 
fue el amor, la obediencia 
y el celo hacia su Eterno Padre. 

Y por eso, El mismo en el Evangelio 
nos dejó dicho: "Hasta ahora habéis pedido 
y no habéis obtenido, 
porque no habéis pedido en mi nombre, 
y Yo ahora en verdad os digo 
que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, 
todo se os concederá, y vuestro gozo será pleno." 

¿Y en dónde esta petición hecha al Eterno Padre 
por los méritos de la Pasión y muerte 
de nuestro Señor Jesucristo tiene su mayor eficacia? 

Sí, en el gran Sacrificio de la Santa Misa, 
en el cual se renueva, 
si bien de manera incruenta e impasible, 
el misterio del Gólgota. 

¿Y qué cosa es la Santísima Eucaristía 
si no el memorial continuo de la Pasión 
y muerte de nuestro Señor Jesucristo? 

Precisamente por esto, 
nuestro Señor la instituyó 
la tarde del Jueves Santo, 
mientras sus enemigos preparaban 
sus padecimientos y su muerte, 
y, al instituirla como exceso 
de su infinito amor por el hombre, 
dijo: "Tomad y comed , 
esto es mi Cuerpo, 
que por vosotros será entregado 
a los flagelos y a la muerte. 

Tomad y bebed, esto es mi Sangre, 
la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento, 
que será derramada por vosotros y por muchos 
en remisión de los pecados. 

Esto que Yo he hecho, hacedlo en memoria mía." 

Y con esto dicho, 
¿quién puede separar la Pasión 
de nuestro Señor 
de la Santísima Eucaristía, o ésta de aquella?

Y he aquí otro gran e inmenso provecho 
de la cotidiana meditación 
de la Pasión y muerte del Divino Redentor, 
el cual es el crecer en el conocimiento, 
en el amor y en el acercamiento 
al Santísimo Sacramento del altar. 

De los pies de Jesús crucificado 
se va a los pies del Sacramento, 
donde se adora, se ama 
y se pasa a la unión más íntima 
que pueda haber entre el alma 
y Dios mediante 
la santísima comunión eucarística. 

Ninguno que se acerque 
a recibir la Santa Comunión 
debe descuidar dedicar 
media hora de meditación 
sobre los sufrimientos 
de nuestro Señor Jesucristo. 

Especialmente las almas 
que tienen el gran bien 
de acercarse diariamente 
a la Mesa de los Ángeles 
deben antes dedicarse a meditar 
cualquier pasaje de la Pasión de Nuestro Señor. 

El doctor de la Iglesia, San Alfonso, 
expresa este concepto cuando comienza 
la preparación de la Santa Comunión 
en sus "Obras Espirituales" 
con aquellas palabras del sagrado Cantar: 

"Ecce iste venit in montes, transaliens colles," 
He aquí que El viene por loa montes, 
superando las colinas. Y explica: 
Oh mi Divino Redentor Jesús, 
cuántos collados difíciles y ásperos 
habéis debido superar, etc.

Quien descuida la santa meditación 
de la adorable Pasión de nuestro Señor Jesucristo 
nunca hará una comunión fervorosa, 
ni sacará nunca verdadero provecho de ella.

Lector o lectora mía, 
la meditación cotidiana de los padecimientos 
y de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, 
mientras en nosotros produce los citados provechos, 
y mil otros que yo, mísero no sé decir, 
otro bien inmenso produce, 
y del cual gran aprecio hemos de tener: 

¡Ella nos une a la compasión de la más pura, 
de la más Santa entre las criaturas, 
de la Santísima Virgen María, 
de la Madre misma del Verbo Divino hecho Hombre!

¡Oh, qué otro misterio de amor y de dolor hay aquí, 
y que el cristiano no debe jamás olvidar! 

¡María Santísima Dolorosa, Desolada, Reina de los mártires, 
copartícipe de todas las penas del Redentor Divino! 

¡María Santísima 
Corredentora del género humano 
en unión con el Hombre Dios!

Los dolores de la gran Madre de Dios 
menos se pueden comprender y penetrar 
por quien no los medita diariamente, 
pues éstos no tienen nada de corporal y visible, 
sino que todas son penas interiores, 
desolaciones íntimas, 
proporcionadas al amor incomprensible 
de esta gran Madre de Jesucristo, su Dios y su Hijo... 

Aquí los extremos son también ellos excesivos, 
tanto por la sensibilidad delicadísima 
y materna de la Santísima Virgen, 
que por cuanto era Inmaculada, 
purísima, santísima y sapientísima, 
tanto más era susceptible de penas interiores, 
como por la medida del amor por Jesús, 
que en María era inconmensurable, 
tanto, que superaba al ardor de todos los Serafines, 
y también por el conocimiento 
de la infinita majestad y dignidad de Jesucristo, 
a quien Ella veía tan ignominiosamente 
ultrajado y pisoteado como un gusano. 

Y también por la inmensidad 
de su caridad por el género humano 
y por cada alma en particular, 
puesto que por cada alma entregaba 
con pleno consentimiento de su voluntad 
a su Divino Hijo a los dolores, a los oprobios, a la muerte... 
y también conocía y ponderaba la pérdida de tantas almas.

Solo ella comprendió y dividió las penas interiores 
y las agonías del Corazón Santísimo de Jesús, 
desde la Encarnación hasta la muerte, 
y todas las sufrió, bebiendo hasta las heces el cáliz doloroso. 

Y de esta manera el Martirio de la Santísima Virgen, 
como dicen los autores sagrados, 
empezó en el momento de la Encarnación 
y continuó siempre creciendo 
hasta la muerte del Redentor Divino; 
y desde ésta hasta 
la Resurrección de Jesucristo nuestro Señor 
tenemos lo que se llama 
Desolación de la santísima Virgen, 
que es el mayor de sus insuperables dolores; 
y después del misterio de la Resurrección 
tenemos un periodo de penas sensibilísimas 
de la Inmaculada Señora, que es precisamente 
la gran Escuela abierta a todas las almas amantes de Jesucristo 
acerca de la obligación y del modo de meditar 
la Pasión de Jesucristo bendito. 

Periodo éste que duró 
todo el tiempo restante 
de la vida mortal de la Santísima Virgen María, 
que según unos fue de doce años, 
según otros, de dieciséis, 
y según otros de veintiún años. 

Durante todo este tiempo 
la Santísima Virgen 
no hizo sino repasar día y noche 
en su alma santísima 
y uno por uno 
todos los padecimientos 
de nuestro Señor Jesucristo 
en el modo más íntimo 
que sólo Ella podía recordar y penetrar, 
tanto los padecimientos que Jesús 
soportó en su Santísima Humanidad 
como las ignominias y los ultrajes 
a los que se quiso someter, 
como también las penas aun más tremendas 
de su Divino Corazón y de su alma. 

La Santísima Virgen, 
al recordar estos divinos padecimientos, 
los renovaba todos dentro de Ella misma 
con tanto dolor y con tanta pena 
que por ello habría podido 
morir a cada momento 
si la virtud divina no la hubiese 
continuamente sostenido, 
como la sostuvo con un continuo milagro 
durante la Pasión de Nuestro Señor, 
en la cual no una sino innumerables veces 
habría muerto de puro dolor. 

Durante el tiempo que vivió en Jerusalén, 
Ella visitaba todos los lugares 
en los que su Divino Hijo padeció por nosotros, 
y en modo particular recorría personalmente, 
con profundas y dolorosas contemplaciones, 
la Vía de la Cruz, comenzando 
desde el palacio de Pilatos, 
donde Nuestro Señor fue condenado a muerte, 
y siguiendo hasta el Calvario. 

¡De aquí nació el piadoso ejercicio del Vía Crucis, 
que es una de las más santas devociones de la Iglesia!

¡Así que, la Escuela de la Meditación 
de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo 
la encontramos en María Dolorosa y Desolada! 

Oh, bienaventurada el alma 
que se está todo su tiempo 
pensando entre Jesús y María, 
compadeciendo ora al Hijo ora a la Madre, 
ora llorando con Una, ora con Otro, 
ora representándose las escenas del Huerto, 
de la Captura, de los tribunales, de los flagelos, 
de las espinas, de la condena, 
del camino al Calvario, de la Crucifixión, 
de las tres horas de agonía, de la sed, del abandono, 
y luego dirigiendo los ojos del alma 
a toda la parte que tuvo en tales misterios 
de amor y de dolor la Madre de Dios, 
la más afligida de las madres, 
la Cual sufrió con Jesucristo, 
si bien en un modo todo espiritual, 
y por eso más doloroso, 
el Huerto, la captura, los ultrajes, los flagelos, 
las espinas, el camino al Calvario, los clavos, 
la agonía de la Cruz y la misma amarguísima muerte...

¡Bienaventurada el alma que, internándose 
en los Corazones Santísimos de Jesús y de María, 
entrevé, por cuanto es posible, 
el abismo de las penas interiores, 
y en las olas tempestuosas de esta 
"contrición tan grande como un mar sin playas" 
(Magna velut mare contritio), 
mezcla afanosamente sus lágrimas de amor, 
extraídas por la cotidiana contemplación 
de las penas de Jesús y de María!

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