Revista Qué Pasa, jueves 28 de marzo de 2013
Desde hace cuatro años la Fundación Huinay trabaja en un plan para recuperar la población de alerces en Palena. A cargo del proceso está Reinhard Fitzek, un alemán que llegó a Chile sin conocer a la especie y que en el camino se obsesionó o, derechamente, se enamoró de ella.
Machete
en mano, cada semana Reinhard Fitzek (55) recorre un camino de regreso
en el tiempo. En medio de la espesa vegetación del fundo Huinay, ubicado
en un fiordo de la provincia de Palena, 160 kilómetros al sur de Puerto
Montt, él se interna buscando senderos tapados por arbustos y árboles
caídos. Son las mismas rutas que, desde hace tres siglos, otros hombres
abrieron para ir a la búsqueda de los alerces: colonos chilotes y
alemanes, sobre todo. Porque la madera del alerce, alguna vez, valió
como el oro.
Pero
Fitzek, un alemán de Munich que llegó hace 30 años a Chile y que hoy es
el administrador del fundo, tiene un propósito distinto. A veces solo, a
veces con biólogos y compañeros de expedición, intenta llegar a los
bosques devastados y encontrar los alerces que quedan para investigarlos
y aprender sus detalles. Con los años, ha logrado desarrollar una
técnica: mira su corteza, su tronco y las hojas, en un proceso que dura
cinco a diez minutos. Así, sabe si el árbol está sano, enfermo o a punto
de florecer. Así aprendió a conocer a esos árboles. Y así se enamoró de
ellos. En Twitter su nombre de usuario es @Fitzroya. La denominación
botánica del alerce.
“Quien
mira el bosque y no lo conoce lo ve como una foto, como algo estático”,
dice Fitzek. “Pero si sigues más tiempo, te das cuenta de que las cosas
cambian”.
Hacer
que las cosas cambien es justamente su objetivo. Desde hace cuatro
años, él está a cargo de un ambicioso proyecto de la Fundación Huinay:
plantar cinco mil alerces en algunos de los sitios que fueron
explotados, sobre todo por chilotes y colonos alemanes.
Reinhard Fitzek quiere recuperar el tiempo.
En la ciudad de los césares
Un
arcoíris completo y sobrecogedor recibe a quienes llegan a la estación
científica San Ignacio del Huinay. Esa mezcla de sol y lluvia no asombra
a quienes viven ahí: para un sitio donde caen más de 4.500 mm de lluvia
al año, es un fenómeno cotidiano. Pero el agua color turquesa y los
árboles que rodean a la bahía impresionan a los visitantes, como
probablemente lo hacían hace cuatro siglos.
La
estación es financiada por la Fundación Huinay, que pertenece a Endesa
Chile - del grupo Enersis- y a la Pontificia Universidad Católica de
Valparaíso, quienes son los propietarios del fundo. Su equipo científico
está a la vanguardia en investigación de flora y fauna marítima en el
sur de Chile: en la última década ha recibido a más de 340 científicos
de todas partes del mundo que vienen desde diversos centros y
universidades, y además están trabajando en un mapa de las riquezas
submarinas de la zona.
El
fiordo Comau, donde está la estación, fue descubierto en 1619 por el
capitán español Diego Flores, coincidiendo con el poblamiento de Chiloé.
Pero una leyenda sería culpable de su fama posterior: se dijo que hacia
el interior, donde hoy está el límite con Argentina, estaba la mítica
Ciudad de los Césares, un lugar encantado lleno de riquezas. Varias
expediciones intentaron dar con ella. Y aunque nunca la encontraron,
dieron con algo igual de valioso: sitios llenos de alerces para
explotar. En esa época, existía el “real de alerce”: una fórmula en que
los encomenderos, en vez de en oro o en plata, podían pagar sus tributos
al rey de España con tablas de esa madera.
Con
todo, hasta inicios del siglo XX los bosques de alerce en Comau
llegaban hasta la orilla. Y su explotación continuó hasta varias décadas
después. Recién en 1976 se declaró a ese árbol como monumento nacional.
Para ese entonces, el cálculo era que de las 740 mil hectáreas que
existían a inicios de la conquista española se había pasado a, como
máximo, 265 mil hectáreas.
En
ese año, Reinhard Fitzek era un joven alemán que se preparaba para sus
estudios superiores. Optó por seguir Farmacia. En esa época, su padre
hacía excursiones botánicas con los alumnos de la Universidad de Múnich.
“El bosque, en general, siempre me interesó por afición. Pero del
alerce yo no tenía idea”.
En
1984 decidió viajar un año a Latinoamérica. Después de pasar por varios
países, llegó a un Chile convulsionado. Entre sus recorridos por el
centro de Santiago, conoció a Soledad, una estudiante de quien se
enamoró. Poco después, ambos viajaron a Chiloé y compraron un terreno.
Allí tuvo su primer acercamiento con los alerces: las tejas de su casa
estaban hechas con la corteza del árbol. Tal como la mayoría de las
viviendas de la isla. “En mi terreno había bosque relativamente bien
preservado. Ahí aprendí de los campesinos, de la gente. Y después, con
libros, de manera autodidacta”, recuerda.
Pero
el vínculo mayor llegó después. En 2001, Reinhard y Soledad aceptaron
la propuesta de la Fundación Huinay para ser los administradores del
terreno de más de 34 mil hectáreas. Cuatro años después, él viajó a
Puerto Montt como representante del Consejo Consultivo del Alerce por
parte de la institución. Su participación en el grupo le hizo trabajar
una idea: recuperar algunas de las zonas que fueron taladas en su propio
fundo, casi en un proceso inverso al que hicieron muchos de sus
compatriotas que colonizaron la zona.
La
zona era especialmente fértil. El problema, explica Fitzek, es que la
fecundación es difícil: el árbol masculino debe inseminar con polen al
femenino. Y eso no ocurre todos los años; más bien es un fenómeno
esporádico.
Necesitaba un golpe de suerte. Una erupción, por ejemplo.
Los alerces no tienen prisa
El
2 de mayo de 2008, Reinhard Fitzek subió a la cumbre del cerro Tambor, a
espaldas del centro científico. Las imágenes que tomó las guarda hasta
hoy: ése fue el día en que comenzó la erupción del volcán Chaitén, que
devastó el poblado y cuyos efectos se sentirían por meses. La orden
obligaba a salir a quienes estaban a 50 kilómetros a la redonda del
volcán, pero Huinay está a 55.
En
la primavera siguiente Fitzek detectó señales especiales en los
alerces. Algunos tenían un color más rojizo. Era la señal que estaba
esperando. “Ahí se nota que ese árbol está preparándose para florecer”,
cuenta.
La
cosecha fue en marzo de 2009. Antes, habían desarrollado una técnica de
selección: tomaban una muestra de diez semillas y las cortaban. Si tres
de ellas tenían un embrión de alerce en su interior, ese árbol era
elegido. “Esperamos un día soleado, lo sacudimos y le colgamos abajo una
lona grande o un paraguas invertido”, explica.
Lo
más complejo recién empezaba. El alerce, que vive por milenios, es un
árbol que no tiene prisa. Una vez hecha la cosecha, el equipo puso todas
las semillas en agua para una nueva selección: las que se hundieron
eran las que eran viables de germinar. Tras ello, se les colocó cuatro
meses en una cámara de frío, a una temperatura de cuatro grados. “El
alerce tiene que pasar el invierno con harto frío para recibir después
la señal en primavera de que viene mejorando el clima y ahí germinar.
Entonces, uno simula esa situación”, explica Fitzek.
En
primavera, se colocan las semillas en un cajón de 25 por 50 centímetros
que contiene compost, arena fina y pompón, un musgo que crece en el sur
y que ayuda a retener el agua. Luego de la germinación, se traspasan a
unas bandejas donde cada árbol está por separado. Cuando crecen hasta
diez centímetros, se trasladan a otro cajón, a la intemperie. Hoy, una
parte importante de los cinco mil alerces están a la espera para llegar a
ese proceso. La parte final, que pretenden realizar el próximo año, es
la clave: en invierno, trasplantarán los árboles al terreno. El proceso
antes de ese trasplante final dura entre cinco y seis años. Aquellos
árboles que lo superen podrán vivir hasta cuatro mil años.
Renacer desde las cenizas
-Ese árbol murió el año 622 después de Cristo.
Fitzek
muestra un trozo de madera de no más de 30 centímetros que tiene en su
oficina. Es de un alerce cuya existencia acabó hace 1.390 años, el mismo
año en que Mahoma huyó de La Meca a Medina y que los musulmanes marcan
como el inicio de su calendario. El árbol tenía 3.381 anillos, lo que
significaba que había nacido en torno al año 2760 antes de Cristo. Pero
después de muerto, permaneció más de un milenio en pie, hasta que, como
muchos otros, fue derribado a inicios del siglo XX.
Esa
resistencia, su longevidad, son los factores que lo impresionan.
“Nosotros decimos que el alerce es una especie catastrófica, porque
donde otras especies se demoran mucho en llegar, él llega primero y
tiene ventajas”, relata.
Las
características también han llamado la atención de muchos
investigadores. Por ejemplo, en Huinay desde 2011 se están realizando,
con el apoyo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de
España, estudios de isótopos estables, un mecanismo que permite
reconstruir las condiciones climáticas, hídricas y térmicas a las que ha
estado sometido un alerce a lo largo de los años. En esa línea, hay una
cooperación entre el Instituto Andaluz de Ciencias de la Tierra, de
Granada, y el Laboratorio de Dendrocronología de la Universidad Austral
de Valdivia para fechar con mayor precisión los alerces del fundo. En el
caso de los tocones -es decir, lo que queda de un alerce cortado-, se
han encontrado muestras de más de 3 mil años. Para árboles vivos, se ha
llegado a 1.700 años. La idea es generar un pequeño circuito con esa
información, que ayude a concientizar a las nuevas generaciones sobre
las cualidades del alerce. A ello se suma que, según dicen en Huinay,
este año habrá buenas condiciones para la floración del alerce, lo que
permitiría volver a empezar el ciclo con nuevas semillas.
Fitzek
dice que su idea es documentar el proceso que se está realizando en
Huinay para que después sea replicado en otras zonas de Chile. Él se
queda en silencio cuando reflexiona que, de lograr su objetivo, los
alerces que él plantará perdurarán por milenios.
“Eso
es parte de la trascendencia que cualquiera quiere de su trabajo.
Nosotros somos aves de paso acá, pero ahí hay un testimonio que se puede
dejar”, dice, después de un rato. “Sería un éxito que estos árboles
logren florecer algún día”.
Hace
un par de semanas, Fitzek llegó junto a un grupo de amigos a la ladera
del volcán Chaitén. Por primera vez, observó en terreno que la primera
especie en volver a esos lugares devastados era el alerce.
“Si
tú ibas a la ladera del volcán Chaitén hace dos o tres años, estaba
todo muerto. Y ahora vas y los alerces están volviendo a endurecerse. No
sólo se están estableciendo nuevos, sino que hay troncos viejos que
están volviendo a tener hojas”, cuenta entusiasmado. “Están renaciendo”.
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