No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo...
Meditación del día de Hablar con Dios
Cuaresma. 3ª semana. Sábado
EL FARISEO Y EL PUBLICANO
— Necesidad de la humildad. La soberbia lo pervierte todo.
— La hipocresía de los fariseos. Manifestaciones de la soberbia.
— Aprender del publicano de la parábola. Pedir la humildad.
I. Misericordia, Dios mío... Los sacrificios no te
satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio
es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no
lo desprecias1. El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde.
Nos presenta San Lucas en el Evangelio de la Misa de hoy2
a dos hombres que subieron al Templo a orar: uno fariseo y publicano el
otro. Los fariseos se consideraban a sí mismos como puros y perfectos
cumplidores de la ley; los publicanos se encargaban de recaudar las
contribuciones, y eran tenidos por hombres más amantes de sus negocios
que de cumplir con la ley. Antes de narrar la parábola, el Evangelista
se preocupa de señalar que Jesús se dirigía a ciertos hombres que presumían de ser justos y despreciaban a los demás.
En seguida se pone de manifiesto en la parábola que el
fariseo ha entrado al Templo sin humildad y sin amor. Él es el centro de
sus propios pensamientos y el objeto de su aprecio: Oh Dios, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el
diezmo de todo lo que poseo. En vez de alabar a Dios, ha comenzado,
quizá de modo sutil, a alabarse a sí mismo. Todo lo que hacía eran cosas
buenas: ayunar, pagar el diezmo...; la bondad de estas obras quedó
destruida, sin embargo, por la soberbia: se atribuye a sí mismo el
mérito, y desprecia a los demás. Faltan la humildad y la caridad, y sin
ellas no hay ninguna virtud ni obra buena.
El fariseo está de pie. Ora, da gracias por lo que
hace. Pero hay mucha autocomplacencia, está «satisfecho». Se compara con
los demás y se considera superior, más justo, mejor cumplidor de la
ley. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia
divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a
infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y
su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en
el amor propio desordenado), y nada hay tan difícil de desarraigar e
incluso de llegar a reconocer con claridad.
«“A mí mismo, con la admiración que me debo”. —Esto
escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar
muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida.
»¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! —Vamos a hacer un examen serio»3.
Pedimos al Señor que tenga siempre compasión de nosotros y no nos deje
caer en ese estado. Imploremos cada día la virtud de la humildad y
hagamos hoy el propósito de estar atentos a las diversas y variadas
expresiones en que se pone de manifiesto el pecado capital de la
soberbia, y a rectificar la intención en nuestras obras cuantas veces
sea necesario.
II. Algunos fariseos se convirtieron, y fueron amigos y
fieles discípulos del Señor, pero muchos otros no supieron reconocer al
Mesías, que pasaba por sus calles y plazas. La soberbia hizo que
perdieran el norte de su existencia y que su vida religiosa, de la que
tanto alardeaban, quedara hueca y vacía. Sus prácticas de piedad se
consumían en formalismos y meras apariencias, realizadas de cara a la
galería. Cuando ayunan, demudan su rostro para que los demás lo sepan4; cuando oran, gustan de hacerlo de pie y con ostentación en las sinagogas o en medio de las plazas5; cuando dan limosna, lo pregonan con trompetas6.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Y les explica por qué no deben seguir su ejemplo: Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres7.
Con palabra fuerte, para que reaccionen, les llama hipócritas,
semejantes a sepulcros blanqueados: vistosos por fuera, repletos de
podredumbre por dentro8.
La vanagloria «fue la que los apartó de Dios; ella les
hizo buscar otro teatro para sus luchas y los perdió. Porque, como se
procura agradar a los espectadores que cada uno tiene, según son los
espectadores, tales son los combates que se realizan»9.
Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra
vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en
todo momento.
Los fariseos, por la soberbia, se volvieron duros,
inflexibles y exigentes con sus semejantes, y débiles y comprensivos
consigo mismos: Atan pesadas cargas a los demás y ellos ni siquiera ponen un dedo para moverlas10. A nosotros el Señor nos dice: El mayor entre vosotros ha de ser vuestro servidor11. Y el Espíritu Santo, por medio de San Pablo: llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo12.
Una de las manifestaciones más claras de la humildad es el servir y
ayudar a los demás, no ya en acciones aisladas sino de modo constante.
Quizá uno de los reproches más duros que les hace el Señor es este: Vosotros no habéis entrado y a los que iban a entrar se lo habéis impedido13. Han cerrado el camino a aquellos a quienes tenían que guiar. ¡Guías ciegos!14 les llamará en otro lugar. La soberbia hace perder la luz sobrenatural para uno mismo y para los demás.
La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos
de la vida. «En las relaciones con el prójimo, el amor propio nos hace
susceptibles, inflexibles, soberbios, impacientes, exagerados en la
afirmación del propio yo y de los propios derechos, fríos, indiferentes,
injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en
hablar de las propias acciones, de las luces y experiencias interiores,
de las dificultades, de los sufrimientos, aun sin necesidad de hacerlo.
En las prácticas de piedad se complace en mirar a los demás, observarlos
y juzgarlos; se inclina a compararse y a creerse mejor que ellos, a
verles defectos solamente y negarles las buenas cualidades, a
atribuirles deseos e intenciones poco nobles, llegando incluso a
desearles el mal. El amor propio (...) hace que nos sintamos ofendidos
cuando somos humillados, insultados o postergados, o no nos vemos
considerados, estimados y obsequiados como esperábamos»15.
Nosotros hemos de alejarnos del ejemplo y de la oración del fariseo y aprender del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Es una jaculatoria para repetirla mucha veces, que fomenta en el alma el amor a la humildad, también a la hora de rezar.
III. El Señor está cerca de aquellos que tienen el corazón contrito, y a los humillados de espíritu los salvará16. El publicano dirige a Dios una oración humilde, y confía, no en sus méritos, sino en la misericordia divina: quedándose
lejos, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un
pecador.
El Señor, que resiste a los soberbios pero a los humildes da su gracia17, lo perdona y justifica. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no.
El publicano «se quedó lejos, y por eso Dios se
acercó más fácilmente... Que esté lejos o que no lo esté, depende de ti.
Ama y se acercará; ama y morará en ti»18.
También podemos aprender de este publicano cómo ha de ser nuestra oración: humilde, atenta, confiada. Procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer.
En el fondo de toda la parábola late una idea que el
Señor quiere inculcarnos: la necesidad de la humildad como fundamento de
toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de
este edificio en construcción que es nuestra vida interior. «No quieras
ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y
por alta que esté, no importa para la solidez de la obra.
»—Ojalá seas como un viejo sillar oculto en los cimientos, bajo tierra, donde nadie te vea: por ti no se derrumbará la casa»19.
Cuando una persona se siente postergada, herida en
detalles pequeñísimos, debe pensar que todavía no es humilde de verdad:
es la ocasión de aceptar la propia pequeñez y ser menos soberbios: «no
eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por
Cristo»20.
La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor
garantía para ir adelante en esta virtud. «María es, al mismo tiempo,
una Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en
vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno, pídele que te
alcance esta virtud (de la humildad) que Ella tanto apreció; no tengas
miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que
ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María
es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída»21.
Después de considerar las enseñanzas del Señor, y de contemplar el
ejemplo humilde de Santa María, podemos acabar nuestra oración con esta
petición: «Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor
propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el
fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo»22.
1 Salmo responsorial. — 2 Lc 18, 9-14. — 3 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 719. — 4 Cfr. Mt 6, 16. — 5 Cfr. Mt 6, 5. — 6 Cfr. Mt 6, 2. — 7 Mt 23, 5. — 8 Cfr. Mt 23, 27. — 9 San Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 72, 1. — 10 Lc 11, 46. — 11 Mt 23, 11. — 12 Gal 6, 2. — 13 Lc 11, 53. — 14 Mt 15, 14. — 15 B. Baur, En la intimidad con Dios, p. 89. — 16 Sal 33. — 17 Sant 4, 6. — 18 San Agustín, Sermón 9, 21. — 19 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 590. — 20 Ibídem, n. 594. — 21 J. Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad, 56. — 22 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 31.
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