CONTEMPLAR LA PASIÓN
— La costumbre de meditar la Pasión de Nuestro Señor. Amor y devoción al Crucifijo.
— Cómo meditar la Pasión.
— Frutos de esta meditación.
I. ¡Pueblo mío! ¿Qué
te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te di a beber el
agua salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre.
¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho...?1.
La liturgia de estos días nos acerca ya
al misterio fundamental de nuestra fe: la Resurrección del Señor. Si
todo el año litúrgico se centra en la Pascua, este tiempo «aún exige de
nosotros una mayor devoción, dada su proximidad a los sublimes misterios
de la misericordia divina»2. «No
recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer
en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no
podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su
Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom 8, 17). Para acompañar a Cristo en
su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos
antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto
sobre el Calvario»3. Por eso,
durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía
dolorosa y en su muerte en la Cruz. Mientras le hacemos compañía, no
olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores, porque
Jesús cargó con nuestros pecados4, con cada uno de ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de la muerte eterna a gran precio5, el de la Sangre de Cristo.
La costumbre de meditar la Pasión tiene
su origen en los mismos comienzos del Cristianismo. Muchos de los fieles
de Jerusalén de la primera hora tendrían un recuerdo imborrable de los
padecimientos de Jesús, pues ellos mismos estuvieron presentes en el
Calvario. Jamás olvidarían el paso de Cristo por las calles de la ciudad
la víspera de aquella Pascua. Los Evangelistas dedicaron una buena
parte de sus escritos a narrar con detalle aquellos sucesos. «Leamos
constantemente la Pasión del Señor –recomendaba San Juan Crisóstomo–.
¡Qué rica ganancia, cuánto provecho sacaremos! Porque al contemplarle
sarcásticamente adorado, con gestos y con acciones, y hecho blanco de
burlas, y después de esta farsa abofeteado y sometido a los últimos
tormentos, aun cuando fueres más duro que una piedra, te volverás más
blando que la cera, y arrojarás toda soberbia de tu alma»6. ¡A cuántos ha convertido la meditación atenta de la Pasión!
Santo Tomás de Aquino decía: «la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida»7.
Y visitando un día a San Buenaventura, le preguntó Santo Tomás de qué
libros había sacado tan buena doctrina como exponía en sus obras. Se
dice que San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por
los muchos besos que le había dado, y le dijo: «Este es el libro que me
dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido»8.
En él los santos aprendieron a padecer y a amar de verdad. En él
debemos aprender nosotros. «Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras
llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo.
Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele
contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también»9.
La Pasión del Señor debe ser tema
frecuente de nuestra oración, pero especialmente lo ha de ser en estos
días ya próximos al misterio central de nuestra redención.
II. «En la meditación, la Pasión de
Cristo sale del marco frío de la historia o de la piadosa consideración,
para presentarse delante de los ojos, terrible, agobiadora, cruel,
sangrante..., llena de Amor»10.
Nos hace mucho bien contemplar la Pasión
de Cristo: en nuestra meditación personal, al leer el Santo Evangelio,
en los misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Vía Crucis...
En ocasiones nos imaginamos a nosotros mismos presentes entre los
espectadores que fueron testigos de esos momentos. Ocupamos un lugar
entre los Apóstoles durante la Última Cena, cuando nuestro Señor les
lavó los pies y les hablaba con aquella ternura infinita, en el momento
supremo de la institución de la Sagrada Eucaristía...; uno más entre los
tres que se durmieron en Getsemaní, cuando el Señor más esperaba que le
acompañásemos en su infinita soledad...; uno entre los que presenciaron
el prendimiento; uno entre los que oyeron decir a Pedro, con juramento,
que no conocía a Jesús; uno que oyó a los falsos testigos en aquel
simulacro de juicio, y vio al sumo sacerdote rasgarse las vestiduras
ante las palabras de Jesús; uno entre la turba que pedía a gritos su
muerte y que le contemplaba levantado en la Cruz en el Calvario. Nos
colocamos entre los espectadores y vemos el rostro deformado pero noble
de Jesús, su infinita paciencia...
También podemos intentar, con la ayuda de la gracia, contemplar la Pasión como la vivió el mismo Cristo11.
Parece imposible, y siempre será una visión muy empobrecida con
relación a la realidad, a lo que de hecho sucedió, pero para nosotros
puede llegar a ser una oración de extraordinaria riqueza. Dice San León
Magno que «el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe
contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma que
reconozca su propia carne en la carne de Jesús»12.
¿Qué experimentaría la santidad infinita
de Jesús en Getsemaní, cargando con todos los pecados del mundo, la
infamias, las deslealtades, los sacrilegios...? ¿Qué soledad ante
aquellos tres discípulos que había llevado para que le acompañaran y por
tres veces encontró dormidos? También ve, en todos los siglos, a
aquellos amigos suyos que se quedarán dormidos en sus puestos, mientras
los enemigos están en vigilia.
III. Para conocer y seguir a Cristo
debemos conmovernos ante su dolor y desamparo, sentirnos protagonistas,
no solo espectadores, de los azotes, las espinas, los insultos, los
abandonos, pues fueron nuestros pecados los que le llevaron al Calvario.
Pero «conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de
Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas.
Es necesario que nos metamos de verdad en las escenas que revivimos
(...): el dolor de Jesús, las lágrimas de su Madre, la huida de los
discípulos, la valentía de las santas mujeres, la audacia de José y de
Nicodemo, que piden a Pilato el cuerpo del Señor»13.
«Quisiera sentir lo que sientes, pero no
es posible. Tu sensibilidad –eres perfecto hombre– es mucho más aguda
que la mía. A tu lado compruebo, una vez más, que no sé sufrir. Por eso
me asusta tu capacidad de darlo todo sin reservas.
»Jesús, necesito decirte que soy
cobarde, muy cobarde. Pero al contemplarte clavado ya al madero,
“sufriendo cuanto se puede sufrir, con los brazos extendidos en ese
gesto de sacerdote eterno” (Santo Rosario, San Josemaría
Escrivá), voy a pedirte una locura: quiero imitarte, Señor. Quiero
entregarme de una vez, de verdad, y estar dispuesto a llegar hasta donde
tú me lleves. Sé que es una petición muy por encima de mis fuerzas.
Pero sé, Jesús, que te quiero»14.
«Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a
esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos
con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es
señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión
penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige,
para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera
de nuestras vidas»15.
La meditación de la Pasión de Cristo nos
consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una
aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados16.
Jesús crucificado debe ser el libro en el cual, a ejemplo de los
santos, debemos leer de continuo para aprender a detestar el pecado y a
inflamarnos en el amor de un Dios tan amante; porque en las llagas de
Cristo leemos la malicia del pecado, que le condenó a sufrir muerte tan
cruel e ignominiosa para satisfacer a la Justicia divina, y las pruebas
del amor que Jesucristo ha tenido con nosotros, sufriendo tantos dolores
precisamente para declararnos lo mucho que nos amaba17.
«—Y se siente que el pecado no se reduce
a una pequeña “falta de ortografía”: es crucificar, desgarrar a
martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el
corazón»18. Un pecado es mucho más que «un error humano».
Los padecimientos de Cristo nos animan a
huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento, desgana y pereza.
Avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen a nuestra alma
mortificada, guardando mejor los sentidos.
Si alguna vez el Señor permite
enfermedades, dolores o contradicciones particularmente intensas y
graves, nos será de gran ayuda y alivio el considerar los dolores de
Cristo en su Pasión. Él experimentó todos los sufrimientos físicos y
morales, pues «padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y
de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a San Pedro.
Padeció también de los príncipes y de sus ministros, y de la plebe...
Padeció de los parientes y conocidos, pues sufrió por causa de Judas,
que le traicionó, y de Pedro, que le negó. De otra parte, padeció cuanto
el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos, que le
abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra
Él; padeció en el honor y en la honra, por las irrisiones y burlas que
le infirieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de los vestidos;
en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las
heridas y los azotes»19.
Hagamos el propósito de estar más cerca
de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle
que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió
por nosotros.
1 Improperios. Liturgia del Viernes Santo. — 2 San León Magno, Sermón 47. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 95. — 4 Cfr. 1 Pdr 2, 24. — 5 Cfr. 1 Cor 6, 20. — 6 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 87, 1. — 7 Santo Tomás, Sobre el Credo, 6. — 8 Citado por San Alfonso Mª de Ligorio, Meditaciones sobre la Pasión, 1, 4. — 9 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 302. — 10 ídem, Surco, n. 993. — 11 Cfr. R. A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, Madrid 1956, pp. 137 ss. — 12 San León Magno, Sermón 15 sobre la Pasión. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 101. — 14 M. Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, XI. — 15 San Josemaría Escrivá, loc. cit. — 16 Is 53, 5. — 17 San Alfonso Mª de Ligorio, o. c., 1, 4. — 18 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 993. — 19 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 46 a. 5.
Meditación del día de Hablar con Dios
P. Francisco Fernández-Carvajal
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