Meditación del día de Hablar con Dios
Cuaresma. 5ª semana. Lunes
VETE Y NO PEQUES MÁS
— Es Cristo quien perdona en el sacramento de la Penitencia.
— Gratitud por la absolución: el apostolado de la Confesión.
— Necesidad de la satisfacción que impone el confesor. Ser generosos en la reparación.
I. Mujer, ¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más1. Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en medio, dice el Evangelio2.
La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor
consideración. Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el
severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose, escribía con el dedo en tierra.
La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús
se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la
primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la
tierra.
Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de
indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del
Señor. Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.
En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por
su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que solo
podemos entreverlo a la luz de la fe. Se cumplen las palabras del
profeta Isaías: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo,
mirad que realizo algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos
en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que
yo formé, para que proclamara mi alabanza3.
Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a
través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo
de tus pecados...», vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien
perdona. «La fórmula sacramental “Yo te absuelvo...”, y la imposición de
la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan
que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en
contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el
que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente
para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica
de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente
(...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y solo Dios puede perdonar»4.
Las palabras que pronuncia el sacerdote no son solo una
oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni
una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón,
sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el
perdón: «en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador»5.
Pocas palabras han producido más alegría en el mundo
que estas de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados...». San
Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del
mundo6. ¿Con qué alegría las
recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del Perdón? ¿Con
qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener
tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar
nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.
II. Por la absolución, el hombre se une a Cristo
Redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por esta unión, el
pecador participa de nuevo de esa fuente de gracias que mana sin cesar
del costado abierto de Jesús.
En el momento de la absolución intensificaremos el
dolor de nuestros pecados, diciendo quizá alguna de las oraciones
previstas en el ritual, como las palabras de San Pedro: «Señor, Tú lo
sabes todo, Tú sabes que te amo»; renovaremos el propósito de la
enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos
conceden el perdón de Dios.
Es el momento de traer a la memoria la alegría que
supone recuperar la gracia (si la hubiésemos perdido) o su aumento y
nuestra mayor unión con el Señor. Dice San Ambrosio: «He aquí que (el
Padre) viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu hombro, te dará un
beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido,
calzado... Tú temes todavía una reprensión...; tienes miedo de una
palabra airada, y prepara para ti un banquete»7. Nuestro Amén se convierte entonces en un deseo grande de recomenzar de nuevo, aunque solo nos hayamos confesado de faltas veniales.
Después de cada Confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos, aunque sea brevemente, para concretar cómo poner en práctica
los consejos o indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro
propósito de enmienda y de mejora. También una manifestación de esa
gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias,
acercarlos a Cristo, como hizo la samaritana: transformada por la
gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos para que también ellos se
beneficiaran de la singular oportunidad que suponía el paso de Jesús por
su ciudad8.
Difícilmente encontraremos una obra de caridad mejor
que la de anunciar a aquellos que están cubiertos de barro y sin
fuerzas, la fuente de salvación que hemos encontrado, y donde somos
purificados y reconciliados con Dios.
¿Ponemos los medios para hacer un apostolado eficaz de
la confesión sacramental? ¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de
la misericordia divina? ¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo
con frecuencia al sacramento de la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro
con la Misericordia de Dios?
III. «La satisfacción es el acto final, que
corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que
el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber
recibido la absolución, se llama precisamente penitencia»9.
Nuestros pecados, aun después de ser perdonados,
merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en esta vida o,
después de la muerte, en el Purgatorio, al que van las almas de los que
mueren en gracia, pero sin haber satisfecho por sus pecados plenamente10.
Además, después de la reconciliación con Dios quedan
todavía en el alma las reliquias del pecado: debilidad de la voluntad
para adherirse al bien, cierta facilidad para equivocarse en el juicio,
desorden en el apetito sensible... Son las heridas del pecado y las
tendencias desordenadas que dejó en el hombre el pecado de origen, que
se enconan con los pecados personales. «No basta sacar la saeta del
cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–, sino que también es preciso curar la
llaga producida por la saeta; del mismo modo en el alma, después de
haber recibido el perdón del pecado, hay que curar, por medio de la
penitencia, la llaga que quedó»11.
Después de recibida la absolución –enseña Juan Pablo
II–, «queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del
pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la
debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco
infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la
mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero
sincera, satisfacción»12.
Por todos estos motivos, debemos poner mucho amor en el
cumplimiento de la penitencia que el sacerdote nos impone antes de
impartir la absolución. Suele ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al
Señor, nos daremos cuenta de la gran desproporción entre nuestros
pecados y la satisfacción. Es un motivo más para aumentar nuestro
espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que la Iglesia
nos invita a ello de una manera particular.
«“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al
corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en
reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los
tiempos.
»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente
en nosotros la aversión al pecado y que sepamos amar, como expiación,
las contrariedades físicas o morales de cada jornada»13.
1 Jn 8, 10-11. — 2 Cfr. Jn 8, 1-11. — 3 Is 43, 16-21. — 4 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, n. 31, III. — 5 Ibídem. — 6 Cfr. San Agustín, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.— 7 San Ambrosio, Coment. sobre el Evang. de San Lucas, 7. — 8 Cfr. Jn 4, 28. — 9 Juan Pablo II, loc. cit. — 10 Cfr. Conc. de Florencia, Decreto para los griegos, Dz 673. — 11 San Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 3, 5. — 12 Juan Pablo II, loc. cit.; Cfr. también Audiencia general, 7-III-1984. — 13 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 258.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS