Meditación del día de Hablar con Dios
Miércoles Santo
Pasión de Nuestro Señor
Pasión de Nuestro Señor
CAMINO DEL CALVARIO
— Jesús con la Cruz a cuestas por las calles de Jerusalén. Simón de Cirene.
— Jesús acompañado de dos ladrones en su camino hacia el Calvario. Modos de llevar la cruz.
— El encuentro con su Santísima Madre.
I. Tras una noche de dolor, de burlas y desprecio,
Jesús, roto por el terrible tormento de la flagelación, es llevado para
ser crucificado. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que fuera crucificado1, dice sobriamente el Evangelio de San Mateo.
El pueblo no aceptó el canje por Barrabás, del que era
inocente por quien era culpable de robo con homicidio. Jesús es
condenado a sufrir un doloroso castigo y la muerte reservada a los
criminales. Al poco tiempo, todos ven que está demasiado débil para
llevar sobre sus hombros la cruz hasta el Calvario. Un hombre, Simón de
Cirene, que va camino de su casa, es forzado a cargar con ella. ¿Dónde
están tus discípulos? Jesús les había hablado de llevar la cruz2, y todos ellos habían afirmado con gran seguridad que estaban dispuestos a ir con Él hasta la muerte3.
Ahora ni siquiera encuentra a uno para que le ayude a llevar el madero
hasta el lugar de la ejecución. Lo ha de hacer un extraño, y obligado a
la fuerza. Alrededor del Señor no hay rostros amigos y nadie quiso
comprometerse. Hasta quienes recibieron beneficios y curaciones quieren
pasar ahora inadvertidos. Se cumplió al pie de la letra lo que profetizó
Isaías muchos siglos antes: He pisado el lagar yo solo, sin que
nadie de entre las gentes me ayudase... Miré, y no había quien me
auxiliase; me maravillé de que no hubiera quien me apoyara4.
Cogió Simón el extremo de la cruz y lo cargó sobre sus
hombros. El otro, el más pesado, el del amor no comprendido, el de los
pecados de cada hombre, ese lo llevó Cristo, solo.
Hay una excepción en este desamparo en que el Señor se
encuentra, y que nos ha sido transmitida por tradición: una mujer –a la
que se conoce por el nombre de Verónica– se acerca con un paño para
limpiar el rostro de Jesús, y en la tela quedó impreso el rostro del
Señor. «El velo de la Verónica es el símbolo del conmovedor diálogo
entre Cristo y el alma reparadora. La Verónica respondió al amor de
Cristo con su reparación; una reparación especialmente admirable, porque
fue hecha por una débil mujer que no temió las iras de los enemigos de
Cristo (...). ¿Se imprime en mi alma (...) el rostro de Jesús, como en
el velo de la Verónica?»5.
El Señor sigue su camino; algún alivio físico le ha
llegado. Pero la vía es tortuosa y el suelo irregular. Sus energías
están cada vez más mermadas; nada tiene de extraño que Jesús caiga. Una,
dos, tres veces. Cae y a duras penas se levanta. Y a los pocos metros
vuelve a caer. Al levantarse nos dice lo mucho que nos ama; al caer
expresa la gran necesidad que siente de que le amemos.
«No es tarde, ni todo está perdido... Aunque te lo
parezca. Aunque lo repitan mil voces agoreras. Aunque te asedien miradas
burlonas e incrédulas... Has llegado en un buen momento para cargar con
la Cruz: la Redención se está haciendo –¡ahora!–, y Jesús necesita
muchos cirineos»6.
II. En otro momento de ese caminar hacia el Calvario,
Jesús pasa delante de un grupo de mujeres que lloran por Él. Las
consuela y hace una «llamada al arrepentimiento, al verdadero
arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal cometido. Jesús dice a
las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos (Lc
23, 28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a
su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia (...).
Señor, ¡dame saber vivir y andar en la verdad!»7.
A Jesús, formando parte del cortejo, y para hacer más
humillante su muerte, le acompañan dos ladrones. Un espectador recién
llegado, que nada supiera, vería tres hombres, cada uno cargado con su
cruz, camino de la muerte. Pero solo uno es el Salvador del mundo, y una
sola la Cruz redentora.
Hoy también se puede llevar la cruz de distintas
formas. Hay una cruz llevada con rabia, contra la que el hombre se
revuelve lleno de odio o, al menos, de un profundo malestar; es una cruz
sin sentido y sin explicación, inútil, que incluso aleja de Dios. Es la
cruz de los que en este mundo solo buscan la comodidad y el bienestar
material, que no soportan el dolor ni el fracaso, porque no quieren
comprender el sentido sobrenatural del sufrimiento. Es una cruz que no redime: es la que lleva uno de los ladrones.
Camino del Calvario marcha una segunda cruz llevada con
resignación, quizá incluso con dignidad humana, aceptándola porque no
hay más remedio. Así la lleva el otro ladrón, hasta que poco a poco se
da cuenta de que muy cerca de él está la figura soberana de Cristo, que
cambiará por completo los últimos instantes de su vida aquí en la
tierra, y también la eternidad, y le hará convertirse en el buen ladrón.
Hay un tercer modo de llevarla. Jesús se abraza a la
Cruz salvadora y nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con
amor, corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios
pecados. El Señor ha dado un sentido profundo al dolor. Pudiendo
redimirnos de muchas maneras lo hizo a través del sufrimiento, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos8.
Las personas santas han descubierto que el dolor, el
sufrimiento, la contrariedad dejan de ser algo negativo en el momento en
que no se ve la cruz sola, sino con Jesús que pasa y sale a nuestro
encuentro. «¡Dios mío!, que odie el pecado, y me una a Ti, abrazándome a
la Santa Cruz, para cumplir a mi vez tu Voluntad amabilísima...,
desnudo de todo afecto terreno, sin más miras que tu gloria...,
generosamente, no reservándome nada, ofreciéndome contigo en perfecto
holocausto»9.
Simón de Cirene conoció a Jesús a través de la Cruz. El
Señor le recompensará la ayuda prestada dando la fe también a sus dos
hijos, Alejandro y Rufo10; serían
pronto cristianos destacados de la primera hora. Debemos pensar que
Simón de Cirene más tarde sería un discípulo fiel, estimado por la
primera comunidad cristiana de Jerusalén. «Todo empezó por un encuentro
inopinado con la Cruz.
»Me presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me buscaban (Is 65, 1).
»A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que
pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez
por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des
consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile
despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón
en la Cruz!»11.
La meditación de hoy es un momento oportuno para que
nos preguntemos a nosotros mismos cómo llevamos las contrariedades, el
dolor. Buena ocasión para examinar si nos acercan a Cristo, si estamos
corredimiendo con Él, si nos sirven para expiar nuestras culpas.
III. «Caminaba el Salvador, el cuerpo inclinado con el
peso de la Cruz, los ojos hinchados y como ciegos de lágrimas y de
sangre, el paso lento y dificultoso por su debilidad; le temblaban las
rodillas, se arrastraba casi detrás de sus dos compañeros de suplicio. Y
los judíos se reían, los verdugos y los soldados le empujaban»12.
En el cuarto misterio doloroso del Rosario contemplamos a Jesús con la
Cruz a cuestas camino del Calvario «Estamos tristes, viviendo la Pasión
de Nuestro Señor Jesús. —Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende
de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
»Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo,
porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la
Santa Cruz (...).
»Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»13.
En el Vía Crucis meditamos que, en una de
aquellas callejuelas, Jesús se encontró con su Madre. Se paró un
instante. «Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre;
sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio
dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de
Jesucristo.
»¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam 1, 12).
»Pero nadie se da cuenta, nadie se fija, solo Jesús (...).
»En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora
ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad, un sí a
la voluntad divina»14.
El Señor continúa su camino y María le acompaña a pocos
metros de distancia, hasta el Calvario. La profecía de Simeón se está
cumpliendo con perfecta exactitud.
«¿Qué hombre no lloraría, si viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio?
»Su Hijo herido... Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.
»Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22, 42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios»15.
Cuando el dolor y la aflicción nos aquejen, cuando se hagan más penetrantes, acudiremos a Santa María, Mater dolorosa, para que nos haga fuertes y para aprender a santificarlos con paz y serenidad.
1 Mt 27, 26. — 2 Mt 16, 24. — 3 Mt 26, 35. — 4 Is 63, 3 y 5. — 5 J. Ablewicz, Seréis mis testigos, Madrid 1983. Vía Crucis, Sexta estación, pp. 334-335. — 6 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V, 2. — 7 K. Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid 1978. Vía Crucis, Octava estación, pp. 244-245. — 8 Cfr. Jn 15, 13. — 9 San Josemaría Escrivá, loc. cit., IX. — 10 Cfr. Mc 15, 21. — 11 San Josemaría Escrivá, loc. cit., V. — 12 L. de la Palma, La pasión del Señor, p. 168. — 13 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio doloroso. — 14 ídem, Vía Crucis, IV. — 15 Ibídem, IV, 1.
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