La esfera inexpresable
de los paisajes de la infancia,
secano costero, campos de rulo,
tablas plomas, viento vespertino
y ajetreo de queltehues...
Prado
Por Roberto Merino
Por Roberto Merino
Diario El Mercurio, domingo 17 de marzo de 2013
Hace unos años, solía sorprenderme defendiendo el valor de los poemas de
Pedro Prado ante un grupo de amigos sarcásticos, quienes me acusaban de
promover latas y antiguallas. Quizás tenían razón, pero se manifestaban
demasiado enfáticos en su desdén.
Como sea, cuando yo era niño, Pedro Prado aún
era una referencia literaria importante para una generación, la de mis
abuelos, y su nombre aparecía en las conversaciones con cierta
frecuencia. No sé si lo distinguían demasiado de Amado Nervo, de
Bécquer, de Juan de Dios Peza o de Rubén Pales Matos, pero se hablaba de
él como de un poeta respetable. Se suponía por entonces, y en ese
círculo, que había ciertos temas adecuados para la poesía -digamos, la
efusión sentimental y la glorificación de la naturaleza- y solo un par
de maneras de ponerla en funcionamiento.
Hoy me doy cuenta, no sin aflicción, de que a
Prado ya nadie lo menciona, al menos en mi entorno inmediato. Sus libros
han ido palideciendo y empolvándose en una zona poco concurrida de los
estantes de mi casa, rindiendo de tal modo una imagen melancólica -sobre
todo, en las tardes de otoño- que habría sido del interés del propio
Prado.
A Juan Luis Martínez le gustaba enunciar, como
si fuera un verso, el título de uno de sus libros: A esta bella ciudad
envenenada (de hecho, se trata de un endecasílabo). Yo, a veces pienso
en sus imágenes, en dunas grises holladas por el viento, en un árbol
acogotado por una argolla de alambre, en campos de cardos y arbustos, en
aéreos y pasajeros vilanos, en un salón vacío, en una "ventana
encendida". Sus poemas han quedado vivos en mi "memoria emotiva" y temo
releerlos por no matar esa especie de magia a través de una lectura
cansada y crítica.
Es posible que los poemas de Prado fallen en la
métrica o el ritmo, aquellos elementos que -explotados hasta la tusa por
los epónimos del modernismo- él se propuso de alguna forma conjurar.
Alejándose de lo que llamó el "verbomotorismo", quiso registrar la
intuición poética desnuda de ropajes cortesanos y aspavientos, pero en
ese empeño dejó pasar algo de retórica de época, algo de discursividad,
algo de impostado entusiasmo. Le tocó operar de bisagra en un momento de
severos relevos en el campo del lenguaje y sus cargas simbólicas.
Uno no aprecia a los escritores por su vigencia o
su lugar en la historia de la literatura, sino, muchas veces, por la
adherencia afectiva que provocan sus palabras. Para mí, las imágenes de
Prado están vinculadas a la esfera inexpresable de los paisajes de la
infancia, secano costero, campos de rulo con cercas de tablas plomas,
viento vespertino y ajetreo de queltehues.
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