San Aníbal María di Francia habiéndole dado
la obediencia a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta
de que escribiera “Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”,
fue también él quien las publicó bajo su nombre,
pues Luisa no quería aparecer.
Transcribimos aquí la Introducción
que escribió San Aníbal para 'Las Horas de la Pasión'.
La presente obra, si bien publicada bajo mi nombre,
o mejor a mi cargo, no ha sido escrita por mí.
Yo la conseguí, la obtuve, después de mucho insistir,
de una persona que vive solitaria en íntima comunión
de inefables sufrimientos
con nuestro adorable y divino Redentor Jesús,
y no sólo con los de Él, sino también con las penas
de su Santísima e Inmaculada Madre María.
Esta persona inició
la serie de sus meditaciones
a partir del siguiente suceso:
Tenía la edad de trece años cuando,
mientras se encontraba un día en su estancia,
escuchó ruidos extraños,
como de una multitud de gente ruidosa
que pasara por la calle.
Corrió al balcón...
y asistió a un espectáculo conmovedor.
Una turba de feroces soldados,
con antiguos cascos, armados con lanzas,
con aspecto como de gente ebria y enfurecida,
y cuyo caminar se mezclaba
con gritos, blasfemias y empellones,
y llevaba entre ella a un hombre
encorvado, vacilante, ensangrentado...
¡Ay, qué escena!...
El alma contemplativa se conmueve y se estremece...
Mira entre la turba para ver quién es ese hombre,
ese infeliz así maltratado, así arrastrado...
Ese hombre se encuentra ya bajo su balcón....
y levantando su cabeza, la mira,
y con una voz profunda y lastimera,
dirigiéndose a ella, le dice:
"¡Alma, Ayúdame...!"
Oh Dios, el alma lo fija, lo mira...
lo reconoce, ¡es Jesús!,
es el Redentor divino...
coronado de espinas,
cargado con la pesada Cruz,
quien es cruelmente
llevado hacia el Calvario.
La escena de la Vía Dolorosa
se le presenta
ante la mirada espiritual y corporal.
Lo que sucedió veinte siglos atrás
se le hace presente por la divina omnipotencia...
y Jesús la mira y le dice:
"¡Alma, ayúdame...!"
En ese momento la jovencita,
a punto de desvanecerse ante tal vista
y no pudiendo soportar tan desgarrador espectáculo,
rompe en llanto y deja el balcón para entrar a la estancia,
pero el amor, la compasión que han surgido
hacia el Sumo Bien así reducido, la llevan de nuevo al balcón...
Temblando dirige su mirada hacia la calle...
pero todo ha desaparecido: desaparecida la turba,
desaparecidos los gritos, desaparecido Jesús.
Todo ha desaparecido...
excepto la viva imagen de Jesús sufriente
que fue al Calvario a morir crucificado por nuestro amor...,
excepto el sonido, siempre vivo, de esa voz...
"¡Alma, ayúdame...!"
El alma solitaria,
en el florecer de su juventud espiritual
fue presa en aquel momento de tal amor a Jesús sufriente,
que ni de día ni de noche ha podido dejar de meditar,
con la más profunda contemplación de amor y de amoroso dolor,
en los sufrimientos y en la muerte del adorable Redentor Jesús.
Muchos años han transcurrido desde el día de aquella visión,
desde aquella doliente invitación... "¡Alma, Ayúdame...!",
y la persona a quien fueron dirigidas estas palabras
no ha dejado nunca sus dolorosas contemplaciones.
No me es lícito manifestar su nombre,
ni el lugar donde sencillamente y en la soledad ella vive.
Me contentaré con llamarla simplemente
con el nombre de "Alma",
y a este nombre lo complementaré
frecuentemente con adjetivos de toda clase,
tanto en el curso de esta introducción
como en el cuerpo de las meditaciones de este libro.
Antes de todo, hay que decir
que cualquier meditación acerca
de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
es de suma complacencia al Corazón adorable de Jesús,
y de sumo provecho espiritual para quien devotamente la hace.
Por esto leemos en las revelaciones
de Santa Gertrudis, de Santa Matilde,
de la Venerable Le Royer, del Beato Enrique Susson,
y de muchos otros santos contemplativos,
que Jesucristo mismo les ha revelado,
que Él acepta la piadosa contemplación
de sus divinos padecimientos
como si en el tiempo de su Pasión
el alma que hoy lo compadece
lo hubiera ayudado y socorrido,
le hubiera dado alivio y descanso
en sus mismos brazos y en su mismo corazón.
Y cuán grande sea el bien espiritual
que obtiene un alma
de la asidua y cotidiana meditación
de los padecimientos de nuestro
amorosísimo Bien Jesús,
no hay lengua humana
que lo pueda dignamente expresar.
Ante todo, es imposible que el alma
no se sienta inflamar de día en día
de amor hacia el Divino Redentor Jesús.
Aquí se realiza lo dicho por el Profeta:
"In meditatione mea exardescit ignis"
(En la meditación el fuego se enciende).
¿Y cómo podrá quedar indiferente un alma
considerando diariamente los excesos,
o mejor los extremos de la Pasión de Nuestro Señor?
¿Y cuáles son estos extremos?
En primer lugar:
Quién es Aquel que se somete
a padecer y a las humillaciones?
¡Es el Hijo eterno del Eterno Padre;
Dios igual al Padre; Creador,
con el Padre, del Cielo y de la Tierra,
de los ángeles y de los hombres!
Aquel que si mira indignado la Tierra,
la Tierra tiembla y los montes eructan.
Aquel bajo cuyos pies se inclinan
los más sublimes coros de los ángeles.
Aquel de quien nadie puede hablar dignamente,
y cuyas grandezas son tan infinitas
que ni siquiera María Santísima
puede llegar a comprenderlas enteramente.
Ese es Jesucristo, Hombre y Dios,
el Santísimo, de belleza inenarrable;
la dulzura, la Bondad y Caridad infinitas.
Y este Hombre Dios,
digno de todas las adoraciones
y de los homenajes de los ángeles y de los hombres
es Aquel que por nuestro amor se hizo como un leproso,
escarnecido y humillado, colmado de oprobios
y pisoteado como un vil gusano de la tierra...
En segundo lugar:
¿Cuáles son las penas que sufrió?
Estas son de tres clases:
Sufrimientos corporales,
ignominias y sufrimientos interiores.
Cada una de estas tres categorías
es un abismo inconmensurable...
Si contemplamos los padecimientos
que sufrió Jesucristo Nuestro Señor
en su cuerpo adorable,
nos sentimos estremecer
ante el Varón de Dolores,
como lo llamó Isaías,
y en el Cual no había parte sana,
porque se hizo una sola llaga,
desde las plantas de los pies
hasta el extremo de la cabeza...,
hasta el punto de quedar irreconocible:
"Et vidimus eum et non erat aspectus".
(Y lo vimos y no era de mirarse. Is. 53, 2).
Meditando en los padecimientos
de la humanidad Santísima de Jesucristo,
nuestro Sumo Bien, los Santos
se deshacían en lágrimas,
se desvanecían de amor
y no cesaban
de flagelarse y mortificarse
de todas maneras a sí mismos.
Otra categoría de inauditos padecimientos
son las ignominias sufridas
por el Verbo Divino hecho Hombre.
Aquí el alma contemplativa
se siente desmayar viendo
la majestuosa, divina
y sacrosanta Persona de Jesucristo,
abandonada a la ferocidad,
más diabólica que terrena,
de los pérfidos y vilísimos hombres
que no se saciaban de cubrir
de ultrajes e ignominias
al Omnipotente, al Eterno, al Infinito...
Y golpearlo, arrojarlo a tierra,
pisotearlo, arrastrarlo, darle puñetazos,
puntapiés, escupirle en su rostro santísimo,
en su boca adorable...
colmarlo con toda clase de injurias.
¡Qué espectáculo inexpresable,
que ha incitado a los siervos de Dios a desear,
a suspirar los ultrajes, las ignominias y los desprecios
como el más grande tesoro que puede haber en esta Tierra!
Una tercera serie de penas inefables del Hombre-Dios,
y poco o nada comprendidas,
son las que El sufrió en su alma santísima
y en su amorosísimo y sensibilísimo Corazón...
¡Aquí entramos en un océano sin playas!
En un grado infinito El sufrió
las tristezas, las angustias, los dolores,
el abandono, la infidelidad,
la ingratitud, los temores, los terrores...
Como cuatro inmensas cataratas
se derramaban en su interior,
por cuatro motivos,
las aguas de todas las penas
que se dicen del alma:
Primera:
De la vista horrenda
de todas las iniquidades humanas
que El había tomado sobre Sí
como si El hubiese sido
el responsable y el culpable...
¡El, que era la Santidad Infinita!
Segunda:
La vista continua de las cuentas
que debía rendir
a la Justicia inexorable de la Divinidad,
y las penas con las que debía todo pagar.
Tercera:
La vista amarguísima
de todas las ingratitudes humanas,
y el terrorífico espectáculo mismo
de todas las almas que se habrían condenado,
y para las cuales su Pasión no habría servido
sino para hacerlas más infelices eternamente...
¡Oh, qué dolor
para el Corazón Santísimo de Jesús
que ama infinitamente a cada alma!
Por esto, El habla con el Profeta diciendo:
"Doloris inferni circumdederunt me"
(Los dolores del Infierno me circundaron. Sal. 17, 6).
Como si dijera:
Siento en Mí los acerbísimos dolores
en los que serán atormentados eternamente
los pecadores que se condenarán.
Cuarta:
La vista de todas las aflicciones
que habría sufrido su Santa Iglesia.
La vista de todas las penas
corporales y espirituales
a las que habrían sido sometidos
inevitablemente todos los elegidos,
tanto en esta vida como en el Purgatorio,
y mucho más la pena del detrimento
de los elegidos en las virtudes
y en la adquisición de los bienes eternos,
habiendo El dicho que la adquisición
de todo el Universo no es de compararse
a un simple detrimento del espíritu...
"¿Quid enim proderit homini,
si lucretur mundum totum,
et detrimentum animae suae faciat?
(¿De qué sirve al hombre
ganar todo el mundo y perder su alma? Mc. 8,36).
Uno de los extremos
de estas interminables categorías
de padecimientos del alma y del cuerpo
de Nuestro Señor Jesucristo
que ha de considerarse también es su duración,
la cual no es desde el Jueves Santo en la tarde
hasta el Viernes Santo, sino desde
el primer instante de su Encarnación
en el Seno Purísimo de María Virgen
hasta el último respiro dado en la Cruz.
Son treinta y cuatro años de continua agonía
y de continuo inefable sufrir del alma y del cuerpo,
en lo que se realiza de un modo misterioso
la palabra del Profeta:
"Abyssus abyssum invocat,
in voce cataractarum tuarum".
(Un abismo llama a otro abismo,
al fragor de tus cataratas. Salmo 41, 8).
El alma Santísima de Jesucristo
bajo el ímpetu y la caída continua
de las cataratas anegadoras
de sus penas espirituales
y de las agonías de su Corazón Divino
pasaba de abismo en abismo,
porque un abismo de penas
llamaba a otro, y a otro... hasta lo infinito.
¡Ah, El debía pagar en Sí mismo
toda la deuda de culpa
y de pena eterna de sus elegidos
y sentir todas sus penas temporales!
De aquí venía
que Nuestro Señor amorosísimo
moría a todo momento,
en cuanto que el colmo de sus penas
era tal que como puro Hombre
Él habría muerto a cada instante,
pero que, como Dios,
sostenía con un milagro continuo
su vida mortal
para prolongar hasta el fin
sus padecimientos
y coronarlos con todos los dolores
y los ultrajes de su Pasión
y de su muerte de Cruz.
¡Cuán cierto es entonces
que estamos obligados
ante Nuestro Sumo Bien Jesús
no por una muerte sola,
sino por miles y cientos de miles
de muertes por amor nuestro!
Y sin embargo,
Jesucristo Nuestro Señor,
tratando con sus criaturas
durante los treinta y tres años
y tres meses de su vida terrena,
aparecía calmado, dulce, sereno,
tranquilo, manso, conversador...
y hasta sonriente.
El mantuvo perfectísimamente
y comunicó este estado de paz y serena quietud
en medio de abismos absolutamente inescrutables
de penas interiores, diciendo por boca del Profeta,
con una expresión que solo el Espíritu Santo podía dictar:
"Ecce in pace amaritudo mea amarissima."
(He aquí en la paz mi amargura amarguísima. Is. 38, 17.)
Otro extremo, o mejor, exceso,
que se debe meditar
en la Pasión adorable de Jesucristo Nuestro Señor
es que para salvar las almas nuestras,
para redimir el mundo todo,
no era en realidad necesario
que El sufriera las penas inefables
del Alma y del Cuerpo a que se quiso sujetar,
ni todas las ignominias a que se quiso someter.
Héchose Hombre
en el Seno Inmaculado
de su Santísima Madre,
le bastaba elevar
una sola oración a su Padre,
hacer un solo acto de adoración a la Divinidad,
derramar una sola gota
de su Sangre Preciosísima,
cuanta se puede derramar
por una pequeña herida
hecha con la punta de un alfiler,
y con esto habría podido redimir
no un mundo solo,
sino millones y millones de mundos,
pues cada acción,
aún la más pequeña,
del adorable Señor Nuestro Jesucristo
era de valor infinito.
¿Pero por qué, entonces,
quiso ser más que inundado,
sumergido en tantos cruelísimos,
acerbísimos y dolorosísimos tormentos,
penas, ignominias y agonías...
que lo hicieron decir con el Profeta:
"Veni in altitudinem maris et tempestas demersit me"?
(Me he adentrado en altamar
y la tempestad me ha anegado. Sal. 68, 3).
¡Oh misterio de amor infinito del Corazón de Jesús!
Lo que bastaba para redimir millones de mundos
era nada para el amor suyo por nosotros.
El quiso mostrarnos cuánto nos ama,
hasta dónde se extiende su amor por nosotros,
y quiso prepararnos una Redención copiosa
de demostraciones, de expiaciones,
de ejemplos admirables y de inobjetables argumentos
y pruebas de su ternísimo y obligantísimo amor.
¡Ah, que bien dijo el Apóstol Pablo:
"Si quis non amat Jesum Christum anathema sit"
(Quien no ama a Jesucristo sea maldito).
¿Y qué corazón es el nuestro
si somos insensibles a un amor
que para convencernos y atraernos
se quiso manifestar a nosotros
con las pruebas de penas
tan inauditas como continuas?
Ah, una de las causas
de nuestra dureza e insensibilidad
es precisamente el imperdonable descuido
en meditar y considerar cotidianamente
la Pasión adorable de Nuestro Sumo Bien.
Jesús no se cansó de sufrir
y agonizar treinta y cuatro años,
en su alma y en su cuerpo, por nosotros.
¿Y nosotros nos cansamos en dirigir,
por lo menos media hora al día,
la mirada del alma a meditar
penas tan inefables
y por amor a nosotros
sufridas por el Hijo de Dios hecho Hombre,
por el Santo de los Santos, por el Impecable,
que por nosotros se hizo pecado, esto es,
víctima de todos los pecados,
como lo proclamó el enamorado Bautista?
Por todo lo cual sabiamente San Buenaventura escribe:
"Non debet nos taedere meditari
quod Christum ipsum non taesuit tolerari."
(No debemos nosotros cansarnos
en meditar en lo que Jesucristo
no se cansó en soportar en Él mismo).
Pero otro extremo de tan infinito amor
debemos considerar en la dolorosa
e ignominiosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Un extremo que es como el golpe decisivo
para destrozar la frialdad y dureza de nuestro corazón
y encadenarlo todo al amor
del Eterno Divino Amante de las almas;
extremo que si no sirve para conmovernos,
servirá para hacernos reos de la más culpable crueldad,
y para precipitarnos por el camino de la perdición.
Este extremo, sí, es considerar
que todo lo que Jesucristo Nuestro Señor
sufrió por amor y salvación
de todas las generaciones humanas,
es decir, por un número interminable de almas,
lo sufrió igualmente por cada alma en particular.
Es decir, que si en el mundo
no hubiera existido sino una sola alma,
por aquella alma sola Nuestro Señor Jesucristo
habría hecho y sufrido cuanto hizo y sufrió
por la redención de todo el género humano.
O sea, oh lector o lectora míos,
que si en el mundo no hubiera existido
sino sólo tu alma que salvar,
por ti sola el Hijo de Dios
habría bajado del Cielo a la tierra,
se habría encarnado
tomando un cuerpo pasible,
habría sufrido treinta y cuatro años,
sin un solo instante de tregua,
en el alma y en el cuerpo;
se habría entregado por ti sola
en manos de los mismos sufrimientos,
de los mismos ultrajes, de las agonías,
de los flagelos, de las espinas,
de la misma Cruz y de la misma muerte...
¡Sí, así es!
Pues es verdad
que Nuestro Señor Jesucristo
ama tanto a un alma
cuanto ama a todas las almas
presentes, pasadas y futuras,
juntamente tomadas.
¿Quién podrá permanecer indiferente ante esta Caridad Infinita?
El alma que contempla la dolorosa
e ignominiosa Pasión del Redentor Divino,
debe contemplarla con esta consideración;
debe decir:
Por mí, Jesús
sufrió treinta y cuatro años;
por mí sudó Sangre en el Huerto,
por mí se hizo capturar,
por mí se hizo conducir
a los injustos tribunales,
por mí soportó ignominias,
golpes, escupitinas, empellones;
por mí se hizo flagelar,
coronar de espinas, condenar a muerte;
por mí subió al Calvario, se hizo crucificar,
agonizó tres horas, sufrió
la sed, la hiel, el vinagre, el abandono;
por mí por amor a mí,
murió sumergido
en un abismo de sufrimientos...
¡Qué ingratitud...
Olvidarse de Jesús sufriente; esto es,
de cuanto sufrió por amor a nosotros,
que no somos más que vilísimos gusanos!
¿Qué, acaso El tenía necesidad de nosotros?
¡Ah, Él, que sin criatura alguna habría sido,
por virtud de su misma Divinidad,
eterna e infinitamente feliz, como lo es!
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