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Reconocer a Cristo en los Enfermos y en la Enfermedad‏

Meditación del día de Hablar con Dios
Cuaresma. 4ª semana. Viernes
RECONOCER A CRISTO EN LOS ENFERMOS Y EN LA ENFERMEDAD
— Jesús se hace presente en los enfermos.
— Santificar la enfermedad. Aceptación. Aprender a ser buenos enfermos.
— El sacramento de la Unción de los Enfermos. Frutos de este sacramento en el alma. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de caridad y, a veces, de justicia.
I. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de cualquier mal se los traían; y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba1.
Los enfermos eran tan numerosos, que estaba toda la ciudad agolpada junto a la puerta2. Traen los enfermos puesto ya el sol3. ¿Por qué no antes? Seguramente porque aquel día era sábado. Después de la puesta del sol comenzaba un nuevo día, en el que cesaba la obligación del descanso sabático, que con tanta fidelidad cumplían los judíos piadosos.
El Evangelio de San Lucas nos ha dejado constancia de este detalle entrañable de Cristo: los curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se fija atentamente en cada uno de los enfermos y les dedica toda su atención, porque cada persona, y de modo especial la persona que sufre, es muy importante para Él. Cada hombre es siempre bien recibido por Jesús, que tiene un corazón compasivo y misericordioso para con todos, singularmente para aquellos que andan más necesitados.
La presencia de Jesús entre nosotros se caracteriza por anunciar el evangelio del reino y curar toda enfermedad y toda dolencia4; por eso se admiraba la muchedumbre viendo que hablaban los mudos, los mancos sanaban, los cojos andaban y veían los ciegos. Y todos glorificaban al Dios de Israel5.
«En su actividad mesiánica en medio de Israel –nos recuerda Juan Pablo II–, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. Pasó haciendo el bien (Hech 10, 38), y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal»6.
Nosotros, que queremos ser fieles discípulos de Cristo, debemos aprender de Él a tratar y a amar a los enfermos. Hemos de acercarnos a ellos con gran respeto, cariño y misericordia, alegrándonos cuando podemos prestarles algún servicio, visitándolos, haciéndoles compañía, facilitándoles que puedan recibir oportunamente los sacramentos. En ellos, de modo especial, vemos a Cristo. «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúsculas?
»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»7.
En nuestra vida habrá momentos en que quizá estemos enfermos, o lo estén las personas que nos rodean. Eso es un tesoro de Dios que hemos de cuidar. El Señor se pone junto a nosotros para que amemos más y sepamos también encontrarle a Él. En el trato con los que padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las palabras del Señor: lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis8.
II. La enfermedad, llevada por amor de Dios, es un medio de santificación, de apostolado; es un modo excelente de participar en la Cruz redentora del Señor.
El dolor físico, que tantas veces acompaña la vida del hombre, puede ser un medio del que Dios se vale para purificar las culpas e imperfecciones, para ejercitar y fortalecer las virtudes, y una oportunidad especial para poder unirnos a los padecimientos de Cristo que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que merecían nuestros pecados9.
Especialmente en la enfermedad hemos de estar cerca de Cristo. «Dime, amigo –preguntó el Amado–, ¿tendrás paciencia si te doblo tus dolencias? Sí –respondió el amigo–, con tal que dobles mis amores»10. Cuanto más dolorosa sea la enfermedad más amor necesitaremos tener. Más gracias de Dios también recibiremos. Las enfermedades son ocasiones muy singulares que el Señor permite para corredimir con Él y para purificarnos de las huellas que dejaron en el alma nuestros pecados.
Si llega la enfermedad, debemos aprender a ser buenos enfermos. En primer lugar, aceptando la enfermedad. «Es necesario sufrir con paciencia no solo el estar enfermos, sino el estarlo de la enfermedad que Dios quiere, entre las personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y lo mismo digo de las demás tribulaciones»11.
Hemos de pedir ayuda al Señor para llevar la enfermedad también con garbo humano, procurando no quejarse, obedeciendo al médico. Pues «mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora»12.
El que sufre en unión con el Señor, completa con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo13. «El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre14.
Con Cristo tienen sentido pleno el dolor y la enfermedad. Haz, Señor, que tus fieles participen en tu Pasión mediante los sufrimientos de su vida, para que se manifiesten en ellos los frutos de tu Salvación15.
III. Entre las misiones confiadas a los Apóstoles sobresale el encargo de predicar y de curar a los enfermos. Habiendo convocado a los Doce, les dio poder sobre todos los demonios y de curar enfermedades. Ellos partieron y recorrieron las aldeas anunciando el Evangelio y curando en todas partes16. En la misión confiada a sus discípulos después de la Resurrección se contiene esta promesa: quienes crean en Él pondrán las manos sobre los enfermos, y estos sanarán17.
Este encargo lo cumplieron los discípulos, siguiendo el ejemplo del Maestro. Los Hechos de los Apóstoles y las Cartas del Nuevo Testamento describen y ponderan el desvelo por los enfermos entre los primeros cristianos. El sacramento de la Unción de los Enfermos, instituido por Jesucristo y proclamado por el Apóstol Santiago en su Carta18, hace presente de modo eficaz la solicitud del Señor por todos los que padecían alguna enfermedad grave. «La presencia del presbítero junto al enfermo es signo de la presencia de Cristo, no solo porque es ministro de la Unción, de la Penitencia y la Eucaristía, sino porque es especial servidor de la paz y del consuelo de Cristo»19.
La enfermedad, que entró en el mundo a causa del pecado, es también vencida por Cristo en cuanto se puede convertir en un bien mucho mayor que la misma salud física. Con la Unción de los Enfermos se reciben innumerables bienes, que el Señor ha dispuesto para santificar la enfermedad grave. El primer efecto de este sacramento es aumentar la gracia santificante en el alma; por esto, antes de recibirlo es conveniente confesarse. Sin embargo, si no se estuviera en gracia y fuera imposible confesarse (por ejemplo, una persona que ha sufrido un accidente y está inconsciente), esta santa Unción borra también el pecado mortal: basta con que el enfermo haga o haya hecho antes un acto de contrición, aunque sea imperfecta.
Además de aumentar la gracia, limpia las huellas del pecado en el alma, da una gracia especial para vencer las tentaciones que se pueden presentar en esa situación, y otorga la salud del cuerpo si conviene para la salvación20. Así se prepara el alma para entrar en el Cielo. Muchas veces produce en el enfermo una gran paz y una serena alegría, al considerar que ya está muy cerca de su Padre Dios.
Nuestra Madre la Iglesia recomienda que los enfermos y las personas de edad avanzada reciban este sacramento en el momento oportuno, sin retrasar su administración por falsas razones de misericordia, compasión, etcétera, en las fases terminales de la vida aquí en la tierra. Sería una pena que personas que podrían haber recibido la Unción, mueran sin ella por ignorancia, descuido o un cariño mal entendido de parientes y amigos. Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de cariño y, a veces, de justicia.
Nuestra Madre Santa María está muy cerca siempre. «La presencia de María y su ayuda maternal en esos momentos (de enfermedad grave) no debe ser pensada como cosa marginal y simplemente paralela al sacramento de la Unción. Es, más bien, una presencia y una ayuda que se actualiza y se transmite por medio de la Unción misma»21.
Estamos en Cuaresma. Abramos, de modo especial en este tiempo litúrgico, nuestros ojos al dolor que nos rodea. Cristo quiere hacerse presente en su Pasión, en ese dolor, en la enfermedad propia o ajena, y darle un valor redentor.
1 Lc 4, 40. — 2 Mc 1, 33. — 3 Mt 1, 32. — 4 Mt 9, 35. — 5 Mt 15, 31. — 6 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 7 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 419. — 8 Mt 25, 40. — 9 Cfr. 1 Jn 4, 10. — 10 R. Llul, Libro del Amigo y del Amado, 8. — 11 San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 3. — 12 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. — 13 Cfr. Col 1, 24. — 14 Juan Pablo II, loc. cit., 24. — 15 Liturgia de las Horas. Preces de Vísperas. Viernes de la 4ª Semana de Cuaresma. — 16 Lc 9, 1-6. — 17 Mc 16, 18. — 18 Sant 5, 14-15. — 19 Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 20 Cfr. Conc. de Trento, Dz 909; Ritual de la Unción de los enfermos, 6. — 21 A. Bandera, La Virgen María y los Sacramentos, Rialp, Madrid 1978, p. 184.

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