La alegría
es perfectamente compatible
con la mortificación y el dolor.
Lo que se opone a la alegría
es la tristeza, no la penitencia.
La sociedad tecnológica
ha logrado multiplicar
las ocasiones de placer,
pero encuentra muy difícil
engendrar la alegría.
Porque la alegría
tiene otro origen:
es espiritual.
La alegría surge de un corazón
que se siente amado por Dios
y que a su vez ama con locura al Señor.
Un corazón que se esfuerza además
para que ese amor a Dios
se traduzca en obras, porque sabe
–con el refrán castellano–
que «obras son amores y no buenas razones».
Un corazón que está en unión y en paz con Dios,
pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón:
Cristo en el sacramento de la Penitencia.
El sufrimiento, por sí solo,
no transforma ni purifica;
incluso puede ser causa
de rebeldía y de desamor.
Algunos cristianos
se separan del Maestro
cuando llegan hasta la Cruz,
porque ellos esperan
la felicidad puramente humana,
libre de dolor
y acompañada de bienes naturales.
El Señor nos pide
que perdamos el miedo al dolor,
a las tribulaciones, y nos unamos a Él,
que nos espera en la Cruz.
Nuestra alma
quedará más purificada,
nuestro amor más firme.
Entonces comprenderemos
que la alegría
está muy cerca de la Cruz.
Es más, que nunca seremos felices
si no nos unimos a Cristo en la Cruz,
y que nunca sabremos amar
si a la vez no amamos el sacrificio.
Esas tribulaciones,
que con la sola razón
parecen injustas y sin sentido,
son necesarias para nuestra santidad personal
y para la salvación de muchas almas.
En el misterio de la corredención,
nuestro dolor, unido a los sufrimientos de Cristo,
adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia
y para la humanidad entera.
El Señor nos hace ver,
si acudimos a Él con humildad,
que todo –incluso aquello
que tiene menos explicación humana–
concurre para el bien de los que aman a Dios.
El dolor, cuando se le da su sentido,
cuando sirve para amar más,
produce una íntima paz y una profunda alegría.
Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con la Cruz.
Así hemos de recorrer «el camino de la entrega:
la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma».
No nos tiene que sorprender
que la mortificación y la Penitencia nos cuesten;
lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas
con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve.
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