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por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Domingo 03 de marzo de 2013

"Es sabido que la regularidad de la marcha, el ritmo de los pasos y la respiración sincopada -más, por cierto, el tiempo libre y la ausencia de propósito- producen en la humana mollera un estado de aceptación del mundo..."



Entre los alegatos del público registrados por los noticiarios para la inauguración del Transantiago -hace más años de los que quisiéramos admitir- un señor aportó el único comentario humorístico. Dijo: "He caminado más que Kung Fu".

Kung Fu era el nombre que, promediando los años 70, se le daba en Chile -por traslación de significados- al personaje protagónico de la serie "Kung Fu", que se llamaba en realidad (o en ficción) Kwai Chang Caine, cuya interpretación hacía el actor David Carradine. En efecto, en la historia, Caine caminaba mucho: caminaba por los hostiles y extensos territorios del oeste norteamericano del siglo XIX en busca de su padre, la mitad perdida de su identidad chino-gringa. Caminaba, además, descalzo, y los zapatos los llevaba al hombro, colgando de los cordones (detalle que originó entre nosotros un buen chiste fome que sería largo de contar en este espacio).

Sobre caminatas por campos y ciudades se ha escrito tanto. En general, todos los ensayistas ingleses del período romántico incurrieron en el tópico. Si tuviera que hacer un catastro instantáneo de autores vinculados con el tema debería nombrar a Stevenson, a Walser, a De Quincey, a Hudson, a Roberto Arlt y a Sebald. Ahora tendría que agregar a Dickens, a partir del libro El viajero sin propósito , recopilación de las crónicas del autor publicadas en la prensa londinense en la década de 1860.

Se trata de un pequeño libro atesorable en la medida en que rinde la condición de compañía . Esto, porque el caminante y el lector serían entidades equivalentes en la esfera anímica. Ambos necesitan avanzar hacia un punto medianamente lejano y, a la vez, distraerse en el camino. Dickens plantea claramente este carácter doble de la caminata asumida: por un lado, el impulso ambulatorio; por el otro, el espíritu contemplativo o la vocación de quedarse en cualquier cosa.

Es sabido que la regularidad de la marcha, el ritmo de los pasos y la respiración sincopada -más, por cierto, el tiempo libre y la ausencia de propósito- producen en la humana mollera un estado de aceptación del mundo que favorece en quien se desplaza las más nítidas epifanías del tiempo y la inminencia del descubrimiento del secreto de la vida.

Lo más gracioso del libro de Dickens es la descripción de una caminata rural iniciada hacia las dos de la mañana con la intención de acceder, hacia el despunte del alba, a algún lugar donde se pudiera tomar desayuno. La extravagancia del buscador de sensaciones incluía la experiencia de dormir caminando, en una especie de automatización del cuerpo ajustada a la expansión de la mente, equilibrio nirvánico que se desestibaba, como era de esperar, por la intervención accidental de algún pedrusco o de un desnivel en el terreno. En la juventud yo conocí a alguien que hacía ostentación de esta extraña facultad: un compañero de colegio que, al volver cansados por las calles provenientes de fiestas muy lejanas, súbitamente advertía: "Mis piernas van caminando solas".

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