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Domingo de Ramos



por el Padre Patricio Astorquiza Fabry

Capellán del Colegio Nocedal
Diario El Mercurio, domingo 1˚ de Abril de 2012

El Domingo de Ramos atrae a muchos católicos que no asisten a la santa misa con estricta regularidad. Los ramos bendecidos con agua bendita mezclan la naturaleza y la gracia. Son como las cenizas del miércoles que marca el comienzo de la Cuaresma. Parecen atraer el favor de la Providencia, casi sin necesidad de méritos propios adicionales. O mejor, por encima de los propios méritos o deméritos. No requieren estar en estado de gracia, como la sagrada comunión.

El lector de estos comentarios suele ser un católico piadoso, observante y bien formado. Él o ella pueden a veces sospechar que en estos ramos benditos se mezclan fácilmente la fe tradicional con la superstición. Tienen algo en común con los bailes chinos, y otras devociones populares. Podría pensarse que mientras más sólida es la vida interior, menos se depende de estas manifestaciones externas. Una fe sólida se quedaría con el simbolismo, y con la liturgia circundante, pero sin poner sus esperanzas en objetos materiales. El ramo bendecido se llevaría a la casa, pero no como remedio al mal de ojo ni a la posesión diabólica.

¿Son acaso estos ritos una concesión al pueblo, o el aprovechamiento de la ignorancia para acercar gente inculta a Dios? La respuesta tiene sus raíces en la Encarnación, porque al asumir el Verbo la naturaleza humana eleva el mundo natural al plano de la gracia salvífica. Es Cristo, que entra hoy como Rey en Jerusalén y en la historia, el que salva al hombre de la superstición. Y lo hace con una religión llena de devociones concretas y materiales. Alejémonos del peligro de un cristianismo demasiado intelectualizado, que puede esconder sutilmente una orgullosa presunción.

Algunos autores espirituales se han detenido en un personaje aparentemente secundario de esta entrada triunfal en Jerusalén. Se trata del burrito. El Evangelio detalla cuidadosamente cómo Jesús indica dónde encontrarlo y traérselo. Ese burrito, si hubiera sido uno de nosotros, a lo mejor hubiera pensado que las aclamaciones se dirigían a él, y se habría enorgullecido. Hubiera pensado que los ramos y mantos en el suelo eran para que él pisara mejor. Hubiera rebuznado en voz baja por el gusto de ser el centro de atención. Y esta consideración nos ayuda hoy a desear servir a Jesús fiel y calladamente; a ser un instrumento de la Providencia, sin esperar nada en retorno; a cumplir con fidelidad nuestro cometido, en el lugar y circunstancias en que nos ha puesto la voluntad divina.

Unámonos a la Iglesia universal para decir: "Bendito el que viene en el nombre del Señor".

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