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El eterno asunto pendiente...‏



Apurando la muerte
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 30 de Abril de 2012
Me pregunto con un poco de desazón
si uno va a llegar al día de su muerte
con una carga de asuntos pendientes.
Es muy probable que, tal como
nunca ha habido tiempo para vivir
-como señalan las persistentes evidencias-,
no va a haber tiempo para morirse.
El desapacible timbrazo de la Pelada
nos pillará a la carrera,
con la casa hecha un desastre
y el espíritu atormentado
por las deudas afectivas y las bancarias.
Mi temor es no alcanzar siquiera
a adecentar la facha ante el espejo
con un manotazo de agua.
A veces se tiene la sensación
de que la vida real, diaria, concreta,
es un libreto en el que uno tiene asignado
un papel ridículo y extenuante,
el de un pelele que va de un lado a otro
con el ritmo del trote marcado
por una fusta impaciente
y que no logra jamás llegar 
a la hora a parte alguna:
atrasados de noticias, además,
nos parecemos a esos postulantes
fuera de plazo que reclaman un perdonazo
en una antesala atestada de individuos
con problemas más importantes que los suyos.
Los viejos de antes solían preocuparse,
es decir ocuparse de antemano, de su extinción
o desaparición definitiva del mundo.
Lograban dejarle a su familia al menos 
una casa (o "bien raíz", para decirlo 
en el lenguaje de la solemnidad burocrática)
o el rudimento de una pensión.
En sus últimos días (un lapso
que a veces se prolonga durante años)
se les veía pasear muy bien vestidos
por las calles con una serenidad
del que tiene su conciencia en paz,
y apoyados en su bastón 
se daban tiempo incluso para detenerse 
ante una ventana de forma extraña, 
ante una cornisa a punto de desprenderse, 
o saludaban amablemente
a las señoras con las que se cruzaban
como si fueran protagonistas célebres
de esta última brecha de existencia.
"Cuando uno se muere se muere uno",
escribió en un poema Erick Pohlhammer,
y me temo que no hay una manera
más elocuente de expresar la forma
que ha adoptado la muerte en nuestros días.
Uno más que se va a la fosa,
lo que no constituye ninguna novedad.
A veces nos informan que tal persona,
a la que conocimos años ha,
acaba de fallecer, y no sentimos
ni la sombra de una pena,
contestando con un "ah" 
de asentimiento indiferente.
¿Por qué?
Porque tenemos el tiempo hipotecado
y no podemos otorgarle al difunto
ni siquiera la propina de un pensamiento.
Cuando éramos niños, 
la muerte de alguien detenía el tiempo 
con la resonancia de un enorme gong.
Queríamos insistentemente asistir al velorio
y en lo posible observar el cadáver.
Yo al menos recuerdo 
haberme repetido el espectáculo quieto
de la cara de un muerto
tras el vidrio de un enorme ataúd;
hice cola tres veces para retener los detalles:
la piel macilenta 
con la sombra de la barba incipiente,
el pelo engominado y brillante
peinado con la raya perfecta.
Y esa boca como plastificada
que remedaba una sonrisa.
En fin.  Miserias.
Luego la lluvia se dejará caer
y lavará la mugre de las calles.
Se me ocurre que ya llueve en la playa,
a cien kilómetros de aquí, y que el agua
cae monótonamente sobre las olas espumosas
que revientan en las rocas.
Esa imagen intemporal
equivale a un alivio, 
a un consuelo,
a un plazo renovado.

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