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La risa y el hipo


por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias
Martes 17 de abril de 2012

"Había un vejete de Chile/
cuya conducta era penosa y estúpida".

Así comienza uno de los famosos
limericks con que Edward Lear
popularizó el sinsentido literario,
a mediados del siglo diecinueve,
unos veinte años antes
de que Lewis Carroll publicara
Alicia en el País de las Maravillas.
Ignoro si Lear conocía nuestro país
o si tuvo ocasión de toparse con algún 
chileno absurdo en Inglaterra, pero su chiste, 
con o sin conocimiento de causa,
ha excedido por mucho los lindes 
del humor tonto y ahora resulta 
asombrosamente certero, casi profético.

A cada rato nos topamos
con esas conductas penosas y estúpidas,
no sólo de vejetes sino de medio mundo.

Chile quisiera ser un país serio,
pero, mientras más serio pretende ser,
más ridículo, estúpido y estrafalario se ve.

Recordemos, sólo por recordar, 
que un símbolo de Talca 
es el orgullo de tener enterrada,
en plena Plaza de Armas,
una canilla del Quijote.

Eso puede ser muy simpático,
después de todo, pues crea
una atmósfera de irrealidad,
como de cuento fantástico
o tonada por ponderación.

Ahí está la base de las 
películas chilenas de Raúl Ruiz,
en esa realidad cómica e inexplicable
en que aparentemente
se oculta el ser nacional.

Las dificultades comienzan
cuando esos excesos de sinsentido
dejan de pertenecer al ámbito popular
y se convierten en prácticas institucionales,
en formas de gobernar, en reglamentos
que, por chistosos que sean,
nos atrapan como telarañas.

El absurdo se puede sobrellevar,
y hasta disfrutar, mientras sea voluntario,
pero cuando es impuesto y obligatorio
se vuelve venenoso e insufrible.

Piense nada más en las "piñericosas":
son cómicas, claro que lo son,
pero a menudo la risa que provocan
tiene cara de hipo doloroso
y hasta de escalofrío republicano.

Por otro lado, la estupidez legalista
que ha convertido a Chile
en un patio de colegio de monjas
puede darnos mucha risa,
decreto por decreto, ley por ley,
pero es una risa que corroe
la paciencia gota a gota y, por eso,
ahora hasta el más risueño anda
como polvorín cerca de la mecha.

Mientras millones de chilenos
desean una cosa, tres o cuatro monaguillos
imponen otra con argumentos estúpidos,
irracionales, sacados de un sombrero de mago:
kafkianos gazapos cuyo único objetivo
parecer ser el de embolinar la perdiz
y, de paso, fregarnos la pita.

La imbecilidad no es cosa nueva,
pero me temo que en el último tiempo
se ha estado exagerando la nota.

No hay día en que no salga una estupidez
al baile, ya parece carnaval de ideas grotescas.

No me provoca el menor entusiasmo
defender las barras bravas, pero
¿cómo entender que un funcionario de gobierno,
por ido que esté de la realidad,
pretenda terminar con la violencia en los estadios
prohibiendo los bombos y las banderas?

¿Qué clase de mente retorcida
e impúdicamente inepta es capaz
de elaborar ese tipo de teorías?

¿Y cómo podremos pensar de alguien que,
en un plan maestro para acabar con 
los asesinatos y los peñascazos futboleros,
deja afuera del estadio a la eterna, pacífica
y alegremente melancólica bandita de Magallanes,
expulsándola de su fiesta con todo y manojito de claveles?

¿Qué viene ahora: prohibir los goles, 
so pretexto de atacar el problema de raíz?

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