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Chocolate, energía y calentamiento global



Por: Andrés Gomberoff S.*
Revista Qué Pasa, 4 de junio de 2010
Seguramente, esta verdad va a generar culpas: el simple acto de echarse una barra de chocolate a la boca está relacionado con el calentamiento del planeta. Para entenderlo hay que seguir con detalle el largo proceso que se inicia cuando el sol cae sobre el árbol del cacao.

Cansado, sin energía y malhumorado después de un viernes que parecía interminable, encuentro un trozo de felicidad en el bolsillo de mi chaqueta. Juraba que mis chocolates ecuatorianos -85% de cacao- ya se habían terminado, pero una pequeña tableta se había escondido justo para este instante de urgencia energética.
La primera característica del chocolate, que lo hace un producto único, es cómo se funde en la boca. La manteca de cacao es sólida a temperatura ambiente, pero se derrite a 35oC, un par de grados por debajo de la temperatura del cuerpo humano. Además, para pasar de sólido a líquido, el chocolate debe absorber cierta cantidad de calor, el calor latente, lo que origina la sensación de frescura que otorga un buen chocolate.
Además, el chocolate contiene mucha azúcar. Los humanos, como casi todos los animales, estamos diseñados evolutivamente para adorar a este carbohidrato. Sus moléculas contienen gran cantidad de energía, que nuestra biología sabe utilizar. Y como seres vivos, todo lo que perpetúa nuestro material genético nos produce placer. Esclavo de la dictadura biológica, me como el chocolate.

Dulce energía

Las 243 calorías que contiene esta barra de chocolate es la energía que quedará a disposición de mi  organismo al digerirla. Está localizada en enlaces químicos de las tres moléculas básicas que contienen nuestros alimentos: proteínas, carbohidratos y grasas. Las dos primeras entregan unas cuatro calorías por gramo; mientras que la última, nueve. Cada caloría es equivalente a la energía que gasta una ampolleta de 100W en 40 segundos. Para extraerla del chocolate, en mis células se da lugar una serie de reacciones químicas conocidas bajo el nombre de catabolismo. Uno de los ingredientes esenciales en este proceso es el oxígeno que respiro. Y los productos finales serán, además de energía lista para su uso, el agua y el dióxido de carbono (CO2) que luego exhalo.
Los grandes almacenadores y distribuidores de energía del planeta son los vegetales, como el cacao. Contienen un excepcional sistema de almacenamiento llamado fotosíntesis: la planta usa la energía del sol, el agua que extrae de la tierra y el CO2 disponible en el aire para crear esas deliciosas moléculas repletas de energía.
El consumo de chocolate contribuye así a mi huella de carbono, la cantidad de CO2 que libero a la atmósfera en mis actividades diarias. Pero no se preocupe. Aunque está un poco desprestigiado, el CO2 que nuestros pulmones emiten es parte esencial del juego de la vida que transcurre en el planeta. Entonces, ¿cómo puede ser malo el gas del que están hechas las burbujas de la champaña? El problema son los excesos.

El sol, estrella generosa

El Sol nos entrega casi la totalidad de la energía que consumimos. De hecho, las excepciones como la energía nuclear, la energía geotérmica y la energía de las mareas representan una cantidad insignificante en nuestro presupuesto energético. Aunque quizá no sea evidente, la energía hidroeléctrica también viene del Sol, pues este astro entrega al agua la energía necesaria para evaporarse, elevarse, caer en las montañas y luego bajar para mover las turbinas de generación. Tampoco es evidente que la energía del petróleo, el carbón o el gas provengan del Sol. Pero así es.
De hecho, el Sol nos entrega mucho más de lo que necesitamos. En un solo día, la atmósfera recibe una cantidad de radiación solar equivalente a la energía eléctrica que la humanidad consumiría -a la tasa actual- en siglos. El problema energético, entonces, no es un problema de producción. Es un problema de distribución. De cómo almacenar esa energía y llevarla a los lugares donde la necesitamos.
Los grandes almacenadores y distribuidores de energía del planeta son los vegetales. Como el cacao, de donde proviene parte importante de mi barra de chocolate. Éstos contienen un excepcional sistema de almacenamiento de energía llamado fotosíntesis: la planta usa la energía del Sol, el agua que extrae de la tierra y el CO2 disponible en el aire para crear esas deliciosas moléculas repletas de energía, suerte de baterías naturales que nacen en el verdor de sus hojas. Como segundo producto, las plantas emiten oxígeno, precisamente el gas que nuestros pulmones necesitan para transformar el chocolate en energía.  La fotosíntesis es, en cierto modo, el proceso inverso de nuestro catabolismo. Y ambos procesos conviven armoniosamente en el ecosistema.


La maquinaria vegetal

La fotosíntesis fue descubierta por el médico de cabecera de la emperatriz María Teresa de Austria, el holandés Jan Ingenhousz. Un profesional cuyo prestigio se debía al éxito que tuvo al vacunar a la familia real contra la viruela en 1768. Ingenhousz, sin embargo, dedicaba parte de su tiempo a sofisticados experimentos. En el más célebre mostró que la luz era un elemento crucial en la producción de oxígeno en las plantas. Ya se sabía que un ratón no sobrevivía mucho tiempo dentro de un jarrón invertido, pues consumía el oxígeno que estaba dentro. También se sabía que si una planta acompañaba al ratón, entonces éste no moriría. Ingenhousz mostró que esto era cierto sólo en presencia de luz. En la oscuridad, el ratón moriría incluso más rápido: en esas circunstancias, la planta, como el ratón, consume oxígeno.
La maquinaria vegetal es impresionante. Entre el 1% y el 8% (el récord lo tiene la caña de azúcar) de la radiación que incide sobre las hojas es transformada en energía química. Aunque nuestros paneles solares pueden sobrepasar con creces esta eficiencia y llegar hasta cerca del 45%, por ahora, los métodos artificiales son demasiado caros. Nada iguala la eficiencia de la vegetación cuando pensamos en el costo por unidad de energía almacenada.

Efecto invernadero y calentamiento global

No todos los aceites y carbohidratos que producen las plantas son nutritivos. Si usted se come un trozo de madera, no conseguirá paliar su hambre. Éste pasará intacto por su sistema digestivo. En cambio, la energía contenida en estos carbohidratos puede ser usada como leña para calentar su casa. Un biocombustible. En la chimenea ocurre un proceso muy similar al catabolismo humano. La leña se transforma en agua, calor  y CO2 (y, lamentablemente, también en otros productos contaminantes tóxicos). La huella de carbono de este proceso es bastante grande, pero en la medida que la madera provenga de bosques que serán luego reforestados, nuevamente no hay problema. ¿Por qué? La razón es que la misma cantidad de dióxido de carbono que sale de mi chimenea será utilizada por los nuevos árboles para fabricar más leña.  De igual forma, el CO2 que exhalé al utilizar la energía del chocolate será usado en la plantación de cacao para crear más frutos. Así quedamos mano a mano con el ecosistema.
El efecto invernadero se comporta como una frazada planetaria que sube la temperatura de la atmósfera. Hay que decir, sin embargo, que esta frazada es muy importante. Sin ella, la vida en la Tierra sería imposible. Sería un lugar gélido. Pero si la frazada es muy gruesa, la temperatura puede aumentar a niveles peligrosos para nuestro ecosistema.
El problema de los biocombustibles es que no siempre volvemos a plantar ese vegetal cuya energía   fue utilizada a costa de liberar carbono a la atmósfera. En ocasiones, por ejemplo, los bosques son depredados y transformados en desiertos. Pero peor aún es cuando utilizamos la energía que fotosintetizaron vegetales que vivieron hace cientos de millones de años. Éstos se transformaron en combustibles fósiles como gas, carbón y petróleo, y quedaron atrapados en las profundidades de la corteza terrestre. Ese pasado irreforestable nos provee de la mayor fuente de energía y de emisiones de dióxido de carbono producidas por el hombre.
¿Y cuál es el problema con el CO2? Que es responsable del calentamiento de la Tierra. Sucede que todo cuerpo caliente emite radiación y se enfría. Y la Tierra no es una excepción. Su temperatura se mantiene estable en la medida en que la energía solar que absorbe sea igual a la que emite hacia el espacio exterior. Esta última es en buena parte invisible, pues su longitud de onda corresponde al infrarrojo, que nuestros ojos no perciben. La atmósfera seca es transparente para la luz visible del Sol, pero es un poco menos transparente para los rayos infrarrojos, debido principalmente al vapor de agua y al  CO2  que contiene. Ese fenómeno lo conocemos como efecto invernadero, que al dificultar la emisión de radiación infrarroja se comporta como una frazada planetaria que sube la temperatura de la atmósfera. Hay que decir, sin embargo, que esta frazada es muy importante. Sin ella, la vida en la Tierra sería 

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