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Mensajes recibidos por error



por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 16 de abril de 2012

Es extraño comprobar en internet
que el nombre propio, esa sonoridad
que uno se acostumbró a considerar
algo tan personal, es compartido
por decenas de individuos de otros países.

Se produce en el trance una especie
de incomodidad momentánea, 
equivalente a la que experimentaríamos
al encontrar en el espejo el rostro
levemente diferido de un usurpador.

Sin embargo, después uno se olvida y vuelve 
al estado de conciencia del yo habitual:
esa vaga seguridad de que uno
es la persona que su nombre designa.

A veces me llegan mails equivocados,
dirigidos a algún Roberto Merino
de otra parte del mundo.

En el último me entregaban
una cotización de barcos
de distintas esloras
para arrendar por el fin de semana.

Había uno no sé qué de ironía en el equívoco,
en tanto no estoy en condiciones económicas
de arrendar barcos de ningún tipo.

La verdad es que si pudiera tampoco lo haría:
mis afanes marítimos no rinden
ni para pagar un pasaje, en el muelle de Algarrobo,
en esos lanchones que llevan a dar una vuelta
por una isla rocosa y deshabitada.

Cuando chico mis padres me treparon al Argonauta,
que hacía un tour por la bahía de Valparaíso.

Todos los elementos de la escena emotiva
estaban dispuestos, en virtud de esa supuesta
fascinación que los barcos ejercen sobre los niños,
pero no sentí nada.

Estar sobre la cubierta del Argonauta
era simplemente estar parado en un lugar
cualquiera, la puerta de un edificio
o el macadam de una plaza, 
y, en su inmovilidad, las formas
de Valparaíso y de Viña del Mar
vistas a la distancia 
en una mañana nublada
no ofrecían ningún interés.

Años después me tocó pasar
el Golfo del Corcovado
en un par de buques,
con un corolario 
de pesadillas y mareos,
y el Canal de la Mancha 
a bordo de un ferry.

En todos los casos
el entusiasmo inicial
se transformó con el largo viaje
en una sensación de cuerpo cortado.

De vez en cuando repasaba
esa pregunta incómoda
que aqueja a muchos viajeros:
qué estoy haciendo aquí.

Una cosa que me dejaba
muy meditabundo en la infancia
eran los globos aerostáticos
que cada tanto eran lanzados
por algún entusiasta
en los paseos de domingo.

Lo que hubiera querido averiguar,
al ver el artefacto encendido
alejándose por el cielo del atardecer,
era dónde iba a ir a caer,
al patio de qué casa.

Por algún motivo los habitantes
de esa casa me parecían seres afortunados.

Ahora pienso que recibir mails equivocados
equivale a encontrar en el propio patio
los restos chamuscados de un globo aerostático:
un recordatorio de la arbitrariedad del azar
o de la indeterminación del mundo.

Hace un tiempo sonó en mi celular,
a las tres de la mañana, el pito
que anunciaba la llegada de un mensaje.

Claro, había efectivamente un mensaje:
"Destruiste un matrimonio de 17 aniversarios.
Sé hombre y ven".

En un momento, debilitado por el sueño
recién interrumpido, me helé de pavor,
y debí efectuar un repaso mental
de las circunstancias actuales de mi vida
para darme cuenta de que no era yo
el correcto destinatario de ese desafío.

En verdad la cuestión era para la risa,
sobre todo por el énfasis puesto en los aniversarios.

Hice lo obvio: mandé un mensaje de vuelta
que simplemente decía: "Se equivocó de número"

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