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Recuerdos de una pesadilla



por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Domingo 22 de abril de 2012

Alguna vez, cuando alguien me ha atrincado
por alguna barbaridad escrita en estas crónicas,
he acudido a un viejo recurso de adjudicarle
mis palabras a un supuesto personaje.

Es decir, en la escritura no sería yo
el que "habla" sino una proyección verbal,
un fantasma que se rige por una lógica propia
y al cual no sé por qué desidia le pongo mi nombre.

No me cabe duda de que eso no es más
que una mentira útil para salvar trances incómodos.

No siempre tenemos ganas de discutir
con conocidos lejanos que se acercan en los cafés
con la intención de confrontar opiniones 
sobre educación, tenencia de perros o neologismos.

El hecho es que cuando escribo no vislumbro,
aparte de mí mismo a nadie más en las inmediaciones.

Soy yo -el sujeto civil, el sujeto existencial
o el sujeto psicológico- el que procesa 
"cada palabra que sale de su boca"
o, más precisamente, 
cada palabra que el ajetreo de sus dedos 
configura sobre el teclado.

Sin embargo el yo, tal como 
lo experimentamos en la vida diaria,
es un concepto bastante paradójico,
en la medida en que con esa pura expresión 
evocamos realidades distintas, sucesivas.

Enrique Lihn hablaba 
de "la mutualidad del yo",
aludiendo a la inestabilidad del término.

Cuando uno cuenta algo
que le sucedió a los diez años,
habla a la vez de sí mismo
y de otro que ya no existe,
un niño que no podríamos
encontrar en parte alguna,
un niño desaparecido
del cual quedan unas pocas fotos
y algunas imágenes brumosas
en la memoria de quienes lo conocieron
(frecuentemente se le ve a la distancia,
con polera rayada y "zapatillas de basketball",
corriendo por unos promontorios rocosos junto al mar).

Del mismo modo, siento una afinidad total
con el joven que fui a los veinte años,
pero no suscribiría ninguna de sus afirmaciones
ni adheriría a sus pasiones, hijas del encierro.

Una vez me desperté violentamente
en mitad de la noche, sacudido
por la escena final de una pesadilla:
en un sórdido estacionamiento
de un barrio viejo de Santiago,
en la incertidumbre
de una noche neblinosa,
había matado a un hombre
de un palo en la cabeza,
estrictamente porque sí.

Durante una fracción 
infinitesimal del tiempo,
en esa franja de la conciencia 
que separa el sueño de la vigilia, 
fui el asesino escarnecido 
por el remordimiento.

Un criminal impune, además,
porque el hecho monstruoso
no había sido descubierto.

Nunca he podido descifrar del todo
por qué construí ese episodio siniestro.

Por qué creé a aquel hombre
de pelo lacio y ralo,
chaquetón pasado de moda
y anteojos con marco de carey
sólo para destrozarle el cráneo
de manera alevosa, en mitad
de una conversación sostenida
en el interior de un auto.

Cuando me descuido,
cuando ando con la guardia baja
o me pierdo de un pensamiento a otro,
se me aparece la mirada vidriosa
del tipo escrutándose la mía
y luego me dice "¡tú!".

Cínicamente, con una risotada seca
le contesto "¿yo?" y me lo sacudo
de la mente para volver a las
continuar regularidades de la existencia.

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