por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 5 de agosto de 2013
Una amiga me habló hace un tiempo
de la visión de túnel: efecto de la idea fija
de tener la muerte demasiado cerca.
Cuando caemos en un estado semejante
tratamos de retener como sea
la experiencia de ser o simplemente la de estar,
por lo cual los pequeños requerimientos
de la vida diaria -reemplazar una ampolleta quemada,
atender llamadas de desconocidos,
ir a comprar un detergente- se vuelven
intolerables, difíciles, incluso inconcebibles.
Este tipo de conversaciones las tengo
con esta amiga en particular.
Cada vez que nos juntamos
surgen inmediatamente
-tras los saludos y los chistes-
contenidos metafísicos o existenciales.
Llevamos años en esto.
En cualquier caso,
no hay asomo de pedantería
ni de academicismo en la exposición
de nuestras especulaciones,
en la medida en que se hacen
a garabato limpio y no van
a dar a ningún curriculum.
Hace poco me dijo otra cosa alarmante:
que la vida del universo se dio de un golpe
en su totalidad. Fue de una vez
y ya sucedió, por tanto nuestra ilusión
de continuidad histórica
no es más que eso: ilusión.
Es divertido el hecho de que cada uno
de nuestros amigos representa
sectores distintos de nuestra personalidad.
No somos en absoluto sujetos homogéneos
y a menudo tenemos la impresión
de aparecer divididos en muchas imágenes,
como si estuviéramos girando
en una sala de espejos deformantes.
Hay personas con la que yo hago
el papel de hombre sensato,
ya que ese rol es parte del modo
en que se ha ido ajustando nuestra relación,
lo que resulta a la larga bastante fome.
Con otras, en cambio,
puedo exagerar el libreto de la exasperación
al punto de quedar como un energúmeno,
un irritado crónico, un lunático.
Según el individuo que tenemos al frente
vamos variando, como si manipuláramos un dial,
nuestro repertorio de intereses:
fútbol de décadas pasadas,
costumbres fuertemente arraigadas en la comunidad,
películas más bien mediocres,
dramas familiares secretos,
procedimientos de representación visual,
casos absurdos de la crónica roja,
ejemplos notables de la humana estupidez, en fin.
Volviendo al punto inicial: lo que me gusta
de las mencionadas conversaciones
no es que avivan de tanto en tanto
la llama de un tipo de pensamiento
que podría considerarse filosófico.
Entiendo que la filosofía está hoy,
en el imaginario colectivo,
confinada a un espacio sacramental
de áridos estudiosos, pero yo
le daría otro aire al concepto.
En realidad estoy hablando
de filosofía en el antiguo sentido:
reflexiones desplegadas
en la inercia natural del día a día,
indagaciones del terreno en que se pisa,
sapeo de las circunstancias en las que se vive,
deducciones sin las cuales tendríamos la sensación
de estar demasiado perdidos en el interminable
mundo en que vinimos a caer.
Hay que estar calibrando siempre
esta tendencia filosofante
en relación con la vida diaria.
Un exceso de filosofía
de cualquier índole
nos aleja del sentido común,
con el riesgo de quedar como
unos problematizadores por hobby
o como unos perplejos
incapaces de regalarle al prójimo
una buena noticia, un piropo,
un segundo de interés real.
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