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La conjuración de los satisfechos




Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, 
Lunes 26 de enero de 2009



No sé por qué los satisfechos provocan tanta irritación. No los felices, ni los exitosos, sino los complacidos de la vida. Individuos de buen comer, de buena digestión, de buen dormir. Apreciadores de mermeladas, de pretzels, de empanadas dominicales, gente que probablemente declara que “el buen sexo es como la buena cocina”.
El mundo se podrá estar cayendo a pedazos, pero ellos siempre tendrán a mano una heladería con mesitas para pasar el tiempo lamiendo unos helados gigantes, guarnecidos con chocolate, coronados con crema y rematados con una guinda.
Últimamente he hablado mucho sobre el tema con un amigo, con el cual recalamos en uno de estos lugares beatíficos después del trabajo. Parecemos ser los únicos nerviositos del entorno, los únicos que sólo piden café y un cenicero. ¿Por qué vamos ahí? Porque de esta manera nos evitamos los estacionamientos subterráneos atestados y recalentados de los núcleos urbanos.
Quizás el de estas personas sea una especie de estado ideal, logrado después de un largo acondicionamiento terapéutico: un egoísmo neutro, en el cual el afecto está sabiamente dosificado para que irradie tan sólo al grupo familiar y a un par de mascotas insignificantes. El misterio es cómo lo hacen para no transpirar, para no mancharse la ropa y para nunca dar la sensación de que los ha pillado el tiempo. A mí esa claridad de vestuario no me ha resultado jamás: en mis pantalones tengo siempre las huellas de las hawaianas de mis niños, que se me trepan cuando me ven llegar, y aun las marcas de las patas de una perra gorda llamada Luna, que me quiere mucho porque nunca ha leído mis crónicas contra sus semejantes.
La vida, sobre todo en verano, se convierte en un estruendo apenas uno traspone el umbral de su casa. Lo que prima en el ambiente es un vibrato de impaciencia. Hay autos parados en doble fila generando tacos y bocinazos, en los supermercados las viejas pegan barquinazos con los carros y en la caja mandan a confirmar los precios de los productos y hacen líos con no sé qué asunto de puntajes. En la ciudad las rutas habituales siempre están alteradas: hay calles cortadas por trabajos, circundadas con esas horribles tiras de plástico que dicen peligro-peligro-peligro, avenidas cerradas por espectáculos circenses provenientes de la pauta cultural del gobierno. Los autos hacen periplos bajo el sol buscando salidas alternativas, de las alturas de los edificios en construcción se proyectan unos taladreos que se meten automáticamente al sistema nervioso, en las esquinas hay tipos que se lanzan encima de los autos con un trapo en la mano, directo al parabrisas, sin aceptar negativas (la otra vez tuve que gritarle a uno: ¡no significa no!).
Además, uno interactúa con gente todo el día, y ya sabemos que donde quiera que se verifique un grupo humano deberemos enfrentarnos al mañoso, al boxeador que pelea abrazando la cintura, al que nos mira con el humor acuoso avinagrado y a esa cofradía de descerebrados que escriben insultos fomes en los blogs.
Pero, de cualquier manera, no se me ocurriría envidiar a los golosos satisfechos. No quiero para mí esa esfera vital incontaminada. Prefiero pasar incólume y alegre a través de la porquería cotidiana, de la picaresca y del absurdo.

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